Les decía el pasado 23 de diciembre que hoy, lunes 11, sería el primer artículo del año, si todo iba con la normalidad que había carecido el ya pasado 2020. Cierto es que, parece, seré capaz de cumplir esta promesa, y si leen esto así habrá sido, pero parece que el recién nacido 2021 ha venido con envidia de su predecesor, ha salido con fuerza de un cascarón en el que los años, como velociraptores de película, rompen el huevo con rudos picotazos, nada de agrietarlo poco a poco hasta conseguir abrirlo con dulzura. Y lo primero que ha hecho este ejercicio al empezar es gritar, desgañitarse hasta dejarnos a todos con la sensación de no haber cambiado.
En ni dos semanas del año tenemos la aceleración de la pandemia en Europa de una manera que da mucho miedo, con una Reino Unido a la cabeza en datos, en hospitalizaciones, en muertos, con unas cifras que ahora mismo en aquel país son peores que las registradas en los pasados y aciagos marzo y abril, y con la sensación de que el resto de países, desde luego también el nuestro, vamos a empezar a pagar en cajas y lloros la apertura de una Navidad que no ha sido tal. NI en dos semanas del año, a nueve días del final de su aciago mandato, hemos visto en EEUU como una horda de violentos, alentados por el presidente Trump, asaltaba la sede de la soberanía nacional mientras el instigador se quedaba en su palacete de la Casa Blanca, deshonrándolo hasta el extremo, mostrando que es tan cobarde como sedicioso, viendo a la vez, junto con el asombrado resto del mundo, como el remake del 23F elaborado desde la nación norteamericana contaba con mucho presupuesto en extras, maquillaje y vestuario, y desbordante imaginación en friquismo visual. Y ni en dos semanas de este año la meteorología ha querido sumarse al carrusel de acontecimientos relevantes, envidiosa quizás ella de todo lo que pasaba a ras de suelo, y ha decidido hacerse con el control de las portadas y medios de comunicación en España durante unos días. Hartos de que, con razón, los madrileños y los que allí vivimos nos quejemos de que cuando nieva en la capital a veces es como una caricatura, las nubes se han cebado con el centro del país y han convertido a la gran ciudad en una imagen de postal vista desde lejos, mucho menos amable si uno se fija en los detalles concretos. Filomena, que era el nombre otorgado por AEMET a la borrasca que se gestó en las proximidades de Canarias hace una semana, ha seguido con precisión milimétrica la trayectoria que indicaban los modelos meteorológicos y se estrelló el viernes contra nosotros, sepultando Toledo, el interior de Castellón, gran parte de la Mancha, Aragón e interior de Cataluña y, sobre todo, Madrid. Me gustaría poder contarles de primera mano cómo se ve la ciudad desde lo alto de mi oficina, qué aspecto ofrecen los tejados y azoteas de la urbe y cómo son los surcos de tráfico que empiezan a aparecer en las avenidas principales, pero no puedo decirles nada al respecto, porque les escribo desde mi elorriano cuarto, desde el piso de mi madre en el pueblo. Ayer por la tarde debiera haber viajado a Madrid en autobús, pero como bien entenderán eso era imposible, y en otra de esas jugadas del destino al que nos tiene acostumbrados últimamente, me veo aquí, ante otro teclado y pantalla, muchísimo más pequeño, intentando escribir esta nota diaria que debiera estar destinada a desearles a todos un feliz año nuevo, pero que apenas trascurridos diez días, los dedos de la mano, la actualidad ha convertido esa común expresión de celebración en una frase con muy poco contenido. La “demo” que llevamos vivida de este año ya nos deja exhaustos, con ganas de darle carpetazo al ejercicio. Como tarde, viajaré a Madrid el jueves por la mañana.
Entre los muchos memes y frases que han invadido twitter este fin de semana de avalancha nivosa, una de ellas rezaba la hartura de quien la escribía de vivir sucesos que no se habían dado nunca. Llevamos un tiempo soportando experiencias inéditas, y no precisamente para bien, y tanta excepcionalidad cansa, Ver una película, o serie, en la que los guionistas no dejan de innovar y crear tramas cada vez más disparatadas acaba por expulsar al espectador, que se satura ante lo que contempla y ya no le da verosimilitud. Vivirlo es, obviamente, peor, porque no hay guionista al que poder echarle la culpa ni manera de “apagar” para dejar de ver. ¡Cuándo podremos vivir unas semanas de expresionismo francés, de aburrida contemplación en la que nada pase! Ojalá pronto, y durante muchos muchos episodios.
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