Esta semana que se acaba es la última completa del mandato presidencial de Donald trump en EEUU. El próximo miércoles 20 un muy mayor Joe Biden jurará el cargo y se convertirá en presidente, en un Washington tomado por reservistas, policía y demás cuerpos de seguridad, para evitar todo tipo de incidentes o ataques. Las medidas de seguridad de este acto, el Presidential Day como allí lo llaman, siempre han sido elevadas, pero esta vez es lógico que sean directamente disparatadas tras lo que pudimos contemplar hace unos días en el edificio sede del legislativo de aquel país, que servirá de marco a la ceremonia.
Trump se va, lo echó el pueblo en una elección, que es como se revalidan cargos ejecutivos y se pierden. Su presidencia ha sido un caos constante, una muestra de ira, infantilismo, nepotismo y todos los “-ismo” que quieran ustedes añadir a una lista interminable de despropósitos. Durante estos cuatro años, que pasarán a la historia de aquel país envueltos en negras sombras, su labor ha sido, casi en exclusiva la de alimentar su infinito ego, a costa de la imagen de su nación y del bienestar de sus ciudadanos. La economía del país funcionó durante gran parte de su mandato, y eso permitió eludir a muchos el tener que enfrentarse a la realidad de que el cargo más poderoso de aquella nación estuviera ocupado por un infantil egocéntrico. Pero la llegada de la pandemia, su nefasta gestión al respecto y las consecuencias derivadas hicieron que a muchos se les cayera el velo de ignorancia que cubría sus ojos. No a todos, no, porque el poder, que detenta hasta las 12 horas del día 20, es el mejor compravoluntades que existe, y los hay que no quieren ver ni aunque se les ponga la realidad por delante. Quizás degeneración sea un buen término para describir estos cuatro años de mandato, en un constante despeñamiento hacia el desastre, culminado, de momento, por el gravísimo asalto al Capitolio de Washington protagonizado por seguidores de Trump, enardecidos aún más de lo que lo están casi siempre tras la arenga que el presidente les dio a pocos metros de la Casa Blanca y de la sede legislativa. Animados por él, jaleados por él, respaldados por él, una turba de algunos friquis y de muchos elementos peligrosos protagonizó un acto de sedición que debiera ser condenado con penas de cárcel gravísimas. La imagen de las hordas entrando en el edificio, violando su integridad, vejando las instituciones y destruyendo cosas, mientras que el presidente del país estaba a no muchos metros, en su mansión, viéndolo en televisión, ejemplifica lo que ha sido el mandato de Trump, un regalo para los enemigos de EEUU, de la democracia y de la libertad, un regalo para los movimientos ultras, para los violentos, para los que no respetan otra ley que la que se impone por su propia fuerza, un regalo, en definitiva, a tiempos oscuros en los que la libertad no existía en aquella nación ni en la mayoría de las del mundo. Desde nuestras democracias, con EEUU a la cabeza, amenazadas por el populismo de, presuntamente, ideologías opuestas, pero mismo objetivo totalizador, Trump ha sido el ancla en el que muchos movimientos a lo largo del mundo se han apoyado para alentar sus discursos y ataques a la libertad y la ley. Nada separa al sedicioso Trump de Puigdemont o Torra, dado que los tres alentaron desde su poder una revuelta contra instituciones y el derecho. A ser Trump aspiran, en España, personajes como Iglesias o Abascal, que se basan en sus turbas tuiteras para proclamarse representantes de un “pueblo” al que dicen “amar” cuando sólo quieren el poder absoluto y el ejercicio totalitario del mismo. Trump ha sido la reencarnación de esos generales romanos que vieron en la república un molesto freno a sus ambiciones sin límite, la recreación de emperadores que dilapidaron fortuna y poder para saciar su ego y provocaron desastres en la ciudad que tenía el templo de Júpiter en la colina capitolina.
Trump se va, pero no seamos ingenuos, el trumpismo se queda. Más de setenta millones de norteamericanos lo respaldaron en las elecciones y decenas de ellos idolatran su figura y mensaje. Sea liderado por él, por alguien de su familia o por otro, el movimiento que ha creado Trump ha venido para quedarse, la fractura que ha provocado en la sociedad norteamericana es enorme y la división del partido republicano, en riesgo existencial, es sólo un reflejo de lo que se vive en instituciones y el conjunto de la sociedad de aquel país, siempre unido, y que muestra peligrosas grietas. Por egoísmo nos conviene que EEUU no se adentre en un marasmo, o algo peor, pero en aquella nación ya se ha cultivado el virus del odio, y vencer a esa enfermedad es difícil, mucho. Bien lo sabemos aquí.
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