Uno de los hechos trascendentales de este año, y que generará efectos en los posteriores, es el desastre de agosto en Afganistán, la huida del ejército norteamericano de Kabul y, con ellos, las comparsas occidentales que allí estábamos. Fuga a la carreara, abandono de los locales, varios de ellos empleados durante años de los contingentes militares aliados, olvido de la población civil, ni les cuento de las mujeres… esa fuga fuer argumentada por la Casa Blanca de un derrotado Biden como la única alternativa para acabar con años sin fin de guerra en la zona y ante el hartazgo de los norteamericanos. Las vidas de los afganos ya no valían mucho para ellos.
Todo el mundo tomó nota de lo que allí pasó, de lo volátil que es el compromiso de la hiperpotencia norteamericana cuando cambian sus intereses, y del constante cálculo de riesgo y beneficio que se ejecuta en Washington sobre las acciones exteriores y sus consecuencias. No seamos hipócritas, todas las naciones actúan de la misma manera, como lo hacemos en el día a día cada uno de nosotros, pero se supone que la defensa de los valores de la libertad que encarna occidente requiere sacrificios adicionales. Pues no. La lección que se dejó impresa en las pistas de Kabul, usando para ello sangre de infelices que se enganchaban a trenes de aterrizaje de aviones norteamericanos, era nítida. El apoyo de EEUU a las causas no es fiable, es muy volátil, y tan pronto como te promete algo te puede abandonar. La opinión pública del país y los factores internos importan mucho más que los principios en los que se basan las democracias, y los derechos se condicionan al beneficio económico que se pueda llegar a perder si se reclaman. EEUU no es ya el gendarme del mundo, no quiere ejercer ese papel y, aunque militarmente es capaz de ello, no quiere asumir los costes que eso implica. El mundo se desordena, y eso da opciones a terceros para jugar por su cuenta y testar hasta qué punto son capaces de romper el equilibro existente en su zona de influencia para obtener un beneficio, sin que ello suponga que marines norteamericanos les vayan a amenazar. Varios son los escenarios en los que el actual equilibro corre el riesgo de romperse con graves consecuencias para todo el mundo. La mayoría están en Asia, con Irán, Corea del Norte y, sobre todo, Taiwan, como principales puntos de disputa, pero el ucraniano nos pilla más cerca y también tiene capacidad para ser desestabilizador hasta un punto difícil de imaginar. Nadie contempla como escenario más realista el que se produzca una invasión convencional de Rusia a aquella nación, todos lo ven como el menos de los probable, pero ya nadie lo descarta, y eso ha hecho que la percepción del problema haya cambiado sustancialmente, y a peor. En este sentido Putin ya ha ganado una primera batalla sin pegar un tiro, porque, aunque lo niegue, ha lanzado una amenaza creíble que ha puesto de los nervios a todos. El resto de actores considera que sería un disparate una ofensiva militar rusa que tratara de hacerse con Ucrania, pero lo ve posible, y cree que Putin es capaz de dar una orden así, y eso lo convierte en algo muy peligroso. La reunión de esta semana entre Biden y el dictador ruso ha servido para poner sobre la mesa ese riesgo de manera real, asumir que las posibilidades de que se de no son nulas y contemplar una invasión como una de las opciones futuras, ante la que hay que tomar partido y empezar a pensar en cómo responder. Las naciones de la UE se están poniendo, nos estamos poniendo, cada vez más nerviosas ante una posible guerra en el este, y es obvio que no poseemos capacidad militar disuasoria para hacerle frente, ni para enarbolar como amenaza para evitar que se produzca. Sólo EEUU es capaz de lanzar una amenaza creíble que haga temblar el pulso que ahora mismo Putin nos ha lanzado. Antes de agosto de este año la posición militar global de EEUU tenía una credibilidad mucho mayor, y lo que desde Washington se prometía era tomado como amenaza real por terceros. Desde lo de Kabul, parte de ese prestigio, basado obviamente en el miedo, se ha perdido.
La pregunta que nos debemos hacer los occidentales es si, llegado el caso, estaríamos dispuestos a dar nuestra vida por la libertad de Ucrania, si apoyaríamos que compatriotas nuestros la perdieran para salvar a los que allí viven. Si consideramos a los ucranianos como los últimos eslabones de una sociedad libre, que hacen frontera con la dictadura rusa, o no nos importa su destino, y creemos que esa frontera de la libertad empieza no tan en el este, sino más cerca de nuestras ciudades. En Madrid, Bruselas, Praga, Chicago, Alburquerque de aquí y del otro lado del Atlántico… ahí es donde debemos hacernos esa pregunta y, sin hipocresías, contestarnos. En Moscú también se la hacen, y puede que ya tengan respuesta.
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