La imagen de la cumbre virtual que tuvo lugar el lunes pasado entre Biden y Putin sobre Ucrania ya dice bastante de la forma de ser de ambos personajes y sus regímenes. Aparece Biden presidiendo una mesa no muy grande, rodeado con asesores, creo que cuatro o cinco, y al fondo, un televisor de buen tamaño, en el que aparece el líder ruso. La sala es baja, funcional, oscura, probablemente en la “situation room” que en tantas películas y series ha aparecido. Putin, por su parte, está solo, en el extremo de una mesa de similar tamaño, pero bastante más brillante. La sala es más luminosa, se intuyen cenefas y decoración. El monitor se encuentra, también, al fondo de la mesa, pero nada ni nadie se interpone entre la imagen de Biden y el cuerpo de Putin.
Desde 2015, tras el estallido de la revolución naranja que derrocó al régimen prorruso de Kiev, se produce una intervención militar alentada desde Moscú que, en ese mismo año, desgajó a la península de Crimea de la soberanía ucraniana, para reconvertirla en rusa, y generó una guerra fronteriza de intensidad variable que, desde entonces, permanece abierta. Las provincias de Donestk y Lugansk, en el extremo este del país, son campo de batalla entre separatistas financiados y dotados por Rusia y el ejército ucranaiano, con una población civil que ha optado por la huida o el aguante. La mayor parte de las infraestructuras de la zona están destruidas o son inservibles y la soberanía del terreno, legalmente ucraniana, es difusa y, en la práctica, dependiente del bando armado que en ese momento patrulle por la calle en disputa. Rusia no ha cesado en sus intentos de influir en la política ucraniana y en todo lo que tenga que ver con la estabilidad de aquella nación, sita en un lugar estratégico, como puente entre la estepa antaño soviética y el este de la UE. El Kremlim ha dejado claro que nunca consentiría que su antigua parte del país, en la era de la extinta URSS, se incorpore al antaño gran club militar occidental, la OTAN, y que lo que sucede en Kiev es algo que le compete, afecta e importa. Los países de la UE han mostrado siempre su apoyo al gobierno de Kiev, una vez que la revolución naranja triunfó y el régimen se convirtió en una presidencia electiva, carcomida por la corrupción, pero respetuosa de los estándares democráticos elementales. Ese apoyo, sin embargo, y dadas las características de la UE, ha sido siempre mucho más de palabra y, si me apuran, de dinero, que de fuerza. La incapacidad militar y estratégica de Europa como conjunto es sabida en todo el mundo, y eso hace que posiciones tajantes expresadas en Bruselas sobre el futuro de la soberanía de Ucrania, sea en su totalidad o de algunas de sus regiones, sean poco más que discursos sin mucho valor, y como tales son tenidos en cuenta en un Moscú que, en decadencia, sostiene aún un formidable aparato militar que asusta a cualquiera que tenga la sensación de que le va a hacer una visita. A lo largo de estos años Putin ha podido entrenar sus fuerzas en conflictos reales, como el de Siria, probando armamentos y mostrando hasta qué punto carece, como todo dirigente militar que se precie cuando está en el combate, escrúpulos y remilgos, que tanto abundan en nuestras sociedades. En tiempos líquidos, de un nivel postmoderno casi insuperable, Rusia sigue siendo una nación basada en estructuras antiguas, ejercicios de poder duro clásico y exhibiciones de fuerza, en las que la imagen cuenta poco, la opinión pública menos, las expresiones de libertad son algo que es cercenado sin miramientos y el poder se ejerce de manera cruda. El ejercicio del poder de Putin es el propio del autócrata que elimina a sus enemigos sin que le tiemble mucho el pulso, y que somete a su propia población y a las naciones vecinas a una presión constante, fruto de su concepción del mando como un medio para ejercer su absoluta voluntad. Envuelto en un discurso patriótico, nacionalista eslavo añorante de la gran Rusia y de los gloriosos tiempos de la URSS como dominante global, Putin se basta para controlar la situación y modularla. Eso es lo que transmitía su imagen de soledad en el encuentro con Biden.
¿Es tan fuerte la posición rusa como parece? No, el país está en un proceso de envejecimiento, decadencia social y económica sin freno, pero eso no lo convierte, ni mucho menos, en alguien más débil sino, por el contrario, en más peligroso, al disponer cada vez de menos opciones para ejercer su poder fuera del ámbito militar. Maestros en el ejercicio de la guerra híbrida, Ucrania ha sido un banco de ensayo perfecto en el que se han mezclado tiros, muertos, propaganda, desinformación, ataques informáticos y acciones de desestabilización encubiertas. La sensación de que el peso militar de Rusia en esta partida sigue creciendo alarma en medio mundo, sobre todo en Europa, y la mera imagen de tanques rusos atravesando la frontera rumbo a Kiev pone los pelos de punta hasta al más aburrido burócrata de Bruselas. ¿Qué va a hacer Putin?
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