Se llama la ley de la selva, de manera figurada, al régimen en el que es la fuerza la que dirime quién manda y cómo lo hace. El ejercicio de la fuerza está en manos de aquellos que la poseen, en general con brazos más grandes, puños más duros o más armas, y así amedrentan a los que no tienen esas ventajas, naturales o compradas. La ley, el estado de derecho, busca salvar a los que no pueden recurrir al uso de la fuerza para defenderse y permite que pringados, como yo, no sean avasallados por otros más grandes. Hacer que la ley sea igual para todos requiere que un tercero, el estado, lo imponga, ejercite la violencia si es necesario para ello, y es la garantía de la democracia en las sociedades en las que ese concepto, glorioso, ha arraigado.
Pero mantener el estado de la ley requiere un trabajo constante por parte del legislador y del poder del estado, porque las tentaciones del uso de la fuerza son constantes. Lo vemos a diario en nuestras sociedades, donde hombres con fuerza abusan de ella y matan a mujeres o violan a niños, que requieren una protección especial. Más allá de los individuos, el mayor riesgo para una sociedad es que una parte de ella se emancipe de la legalidad y se constituya en una fuerza opresora, que haga uso de la violencia de manera efectiva e imponga un régimen de terror. Más allá de los golpes de estado y las dictaduras, donde la democracia y la ley ya no existen, el caso perfecto de lo anterior es la mafia que, en algunas zonas de Italia, por ejemplo, es un poder paralelo al estado y actúa de manera independiente, casi soberana. En España hemos vivido durante décadas un subproducto similar, con la mafia etarra enseñoreándose de la vida y destinos de los ciudadanos del País Vasco, en una engrasada maquinaria política, militar y social que amedrentaba, chantajeaba y, cuando así lo requería, asesinaba. Costó décadas someter y derrotar a la bestia terrorista, aunque aún subsiste en parte de esa sociedad el cáncer que ella alimentó y el sentimiento de desprecio de algunos de sus ciudadanos sobre otros. En Cataluña no se ha llegado a algo similar, afortunadamente, pero sí ha habido una concienzuda y premeditada siembra de odio por parte de políticos irresponsables, que han azuzado al nacionalismo sectario para establecer dos comunidades; ellos, la elegida, y los demás, los inferiores, y no desaprovechan ninguna oportunidad para abusar de los que consideran menospreciables, de los que, para sus ojos, son menos, o no son nada. Estos comportamientos, en los que el racismo es la base fundamental sobre la que se asientan, violentan la ley, los derechos humanos, la racionalidad y cualquier otro tipo de norma o criterio creado por el humanismo a lo largo de la historia, y deben ser perseguidos por parte de las autoridades cuando, en un momento dado, comienzan a expresarse, para que no logren calar en las mentes y, sobre todo, sentimientos de parte de la población. El problema, como bien nos enseña la historia, se da cuando son precisamente las administraciones las que alientan estas conductas sectarias e irresponsables, las que desde sus privilegiados púlpitos alientan a unos ciudadanos contra otros, señalan a los que son impuros, apoyan a las hordas que insultan y financian actos y aquelarres en los que el sentimiento exaltado de superioridad racista exhala un aroma tan nauseabundo como aterrador. Nos produce asco ver esos documentales del segregacionismo surafricano, o norteamericano, cuando gobernadores elegidos ejecutaban normas de segregación y discriminación que implicaban tratar a los negros como una subespecie, peor que los animales, mucho peor que las mascotas de los blancos. ¿Por qué no nos da la misma repugnancia cuando algo similar se empieza a dar, se quiere hacer, en nuestro propio país?
Un niño de cinco años de Canet de Mar, Barcelona, y su familia, llevan siendo señalados y acosados desde hace varios días por parte de los separatistas por exigir su derecho a recibir las clases en castellano que dicta la ley. A ese acoso se ha sumado gran parte de la población del pueblo, con el constante y decidido apoyo del ayuntamiento, la Generalitat de Cataluña y el silencio consentidor del gobierno nacional. Este caso, flagrante violación de los derechos del niño abuso totalitario por parte de la sociedad, prevaricación completa de las administraciones y, en definitiva, infame ejercicio de acoso mafioso, es contemplado con condescendencia por parte de la clase política nacional, y sus votantes. Y todo eso es, sí, un síntoma de que la democracia, allí, está gravemente herida y, en el conjunto del país, dañada. Ese niño y familia cuentan con todo mi apoyo, el de un pringado que, gracias a la ley, puede desarrollar su vida.
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