Si recuerdan, diciembre fue lluvioso, mucho. Vivimos de las rentas que nos dejó ese mes. Desde antes del puente de la Inmaculada Constitución se sucedieron borrascas atlánticas que regaron el sur y centro peninsular, dejando escenas de inundaciones locales en comarcas extremeñas, y ayudando a paliar una sequía que tenía los embalses exhaustos, especialmente en aquellas zonas. La Navidad supuso un periodo de calma en el que los frentes empezaron a no venir con recurrencia, y desde entonces las temperaturas comenzaron a ser llamativas por lo elevadas. Casi todos vivimos un año nuevo excepcional de sol y calor.
Y se acabó la lluvia. En la práctica, a excepción de algunos frentes que han golpeado el norte, sobre todo en el Cantábrico oriental y han reiterado su impacto en Galicia, poco más que contar. Las precipitaciones en el trimestre de enero a marzo son testimoniales, ridículas, y eso en donde han caído, porque en algunas zonas literalmente no ha llovido nada. No es raro el mes de enero seco y frío, pero que eso se prolongue hasta bien entrada la primavera, y sin frío, es ya poco habitual. La reserva hídrica en el conjunto del país está en el 50%, con bastante descompensación entre zonas. Extremadura, Galicia y Castilla y León aguantan con valores que les dan un amplio margen, pero Andalucía, Murcia, Castilla la Mancha o Cataluña muestran registros por debajo del 30% que son graves. El abastecimiento humano está garantizado por el momento, pero hay comarcas andaluzas y catalanas en las que, si no llueve a corto y medio plazo, van a tener que implantar restricciones porque, directamente, no hay agua que suministrar. Donde los daños son enormes, generalizados y, en gran parte, ya irreversibles, es en la agricultura. Extensas zonas de secano se han convertido en praderas polvorientas en las que los cultivos plantados en invierno apenas han brotado y no van a conseguir dar fruto. Las cosechas de cereales en amplias zonas del país se pueden dar por perdidas y ese no será el mayor de los daños. Hay zonas extensas de frutales en las que los árboles sufren como condenados y empiezan a secarse al no tener nada de humedad en el subsuelo, y eso implica que, si el árbol muere, no se recolectará nada en bastantes años. Los olivares del sur, acostumbrados a la sequía, aguantan y se mantienen vivos, pero entre sus tácticas de supervivencia se encuentra la de no dar fruto, por lo que se prevé otra cosecha de olivas y, por tanto, de aceite, realmente escasa, la segunda o tercera consecutiva. Todo esto, unido al disparo de costes que se sufren en el campo, donde insumos como los combustibles o fertilizantes han experimentados abruptas subidas de precio, aboca a la ruina a numerosas explotaciones agrarias, que tendrán que tirar de seguros y ayudas públicas para que sus dueños y empleados puedan cobrar algo y mantener unos ingresos mínimos, dada la ausencia de producción. El desastre agrario se extiende en la cadena, porque la ganadería, que vive de pastos y de paja fruto de las cosechas, se enfrenta a unas tierras yermas de hierba y a paja que deberá importar dada la no producción nacional, por lo que las cabañas se verán recortadas si se quiere que los costes de su manutención no se conviertan en prohibitivos. Todo este panorama garantiza pérdidas en el sector primario, y una ausencia de producción local que podrá ser sustituida vía importaciones, pero que sin duda presionará a los precios de unos alimentos que en el supermercado siguen estando disparados para los consumidores. El panorama en muchas comarcas del país, en las que la agricultura es soporte económico y social, es desolador, y las tensiones políticas y territoriales crecen a medida que la tierra se cuartea. Las guerras del agua afloran cuando bajan los niveles de reserva, y la necedad política, que nada hace para prever, acumular y gestionar, se disputa los restos del erial entre gritos y demagogias de grueso calibre.
Si, supongamos, la semana que viene empezase a llover, no se iban a arreglar gran parte de los destrozos ya causados. Las cosechas perdidas, perdidas están, pero la lluvia aliviaría el panorama de restricciones que se acerca y permitiría, al remojar campos y bosques, alejar el peligro de incendios forestales, que ya se han desatado a lo loco en lo que llevamos de año, tras el desastre vivido en 2022, sin que nada se haya hecho, ni en lo forestal ni en lo laboral, para arreglar los problemas que se vieron mientras las llamas arrasaban sin descanso en el pasado verano eteno. Los modelos no indican que venga lluvia de manera significativa, se ve algo, pero la verdad, poco, y eso con suerte. Pintan bastos y no se ve una línea de frentes atlánticos que pueda llegar para aliviar la situación. Tenemos un gran problema.
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