Ayer Óscar Pereiro se consagró en el Tour de Francia. Independientemente de si gana finalmente el Domingo en París, lo que consiguió ayer, retomando el jersey de líder en la etapa reina de los Alpes supera todas las aspiraciones que podíamos esperar, después de ver como otro americano le quitaba el liderazgo el día anterior. Mención especial también para Carlos Sastre, que está segundo en la general, logrando que, por primera vez en la historia, dos españoles copen las dos primeras posiciones. Es cierto que en una edición descafeinada, sin la mayor parte de favoritos, pero lo que cuenta es la verdad, y los favoritos dopados no lo son.
Ah!, el Tour... qué mal nos acostumbró el gran Indurain durante los noventa. Una tras otra, las victorias caían sin esfuerzo, con épica, sí, pero con una precisión matemática que las hacía casi obvias. A partir del tercer triunfo encadenado la histeria colectiva devino en admiración y previsión de futuras ganancias seguras. Eso se acabó, primero en el Giro que ganó un tal Eugeni Berzin, del que nada más se supo (cuanta Epo tomaría?) y luego en un año en el que Tour y Vuelta a España fueron tristes remedos de lo que las piernas de Miguel nos solían enseñar. Y después, el vacío, el imperio americano, que a mi me dejó encantado, porque nunca nadie hizo tanto por mostrar la necesidad de superación tras el cáncer como Lance Armstrong, y eso es la mayor de sus victorias. Pero para los ciclistas españoles las carreteras francesas se volvieron malditas. Abandonos, pájaras, despistes, y caídas, como la muy dolorosa de Beloki, que se fracturó la cadera y su vida en una curva odiosa de la campiña gala. Cada año teníamos un nuevo candidato y sucedía lo mismo que en los mundiales de fútbol, pero sin esperar un cuatrienio. Y de repente, en el año del escándalo, cuando hace casi tres semanas se sospechaba una carrera suspendida, la explosión Pereiro. Qué buena sorpresa.
El que no debe estar muy feliz es Leblanc, el jefe de carrera, que desde los tiempos de Indurain tiene una cara avinagrada y triste, incapaz de, pese a sus muchos intentos, impedir que el español, y después el americano, ganasen triunfos a raudales, mientras que los corredores franceses no levantan cabeza desde el escupitajo de Fignon. Ya se enfadó mucho cuando el gran Perico Delgado ganó a la antigua, e intentó desprestigiarle, pero no lo consiguió. A ver si este año se vuelve a su casita pensando “Mon Diue, que he de hacer para que gane un francés, poner bolsas de sangre en el resto de equipos?” Tal como pedalean los galos últimamente, ni así.
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