Lo más noticioso de este fin de semana ha sido el frío, con permiso de las estafas piramidales en Wall Street que ya habrá tiempo para comentar. A mi no me gusta el frío, nada, nada de nada. Y estos días sale uno a la calle cubierto de ropa, incómodo, con los movimientos atenazados pro las chaquetas y jerséis, corriendo para refugiarse en algún lugar donde no sople ese viento que parece querer cortar en pedazos. El metro, las tiendas, los centros comerciales, todo vale como cámara de aislamiento para eludir el frío, y así uno puede ver cosas que habitualmente se producen en la calle en esos lugares, con lo que se generan escenas algo curiosos.
Este Sábado noche, tras una cena con unos amigos, corrí raudo al metro para no perder el último, y en todo caso no tardar demasiado desde su barrio hasta mi casa, distante un buen trecho con, como mínimo, un intercambio. Al subirme al vagón a eso de la 1 de la mañana me encontré con un botellón en toda al regla. Un grupo de chicos y chicas, más numerosas estas, con las bolsas del supermercado llenas de refrescos y alcohol de alta graduación, y casi todos ellos fumando, aunque pocos tabaco de cajetilla. Como íbamos bastantes en el vagón era difícil sustraerse a lo que los chicos estaban haciendo. Y era curioso, porque los tres chicos que allí había pintaban poco, tanto que uno de ellos, una poco perjudicado, se bajó dos paradas después de la que yo me subí y se fue a casa bamboleándose, mientras que el resto de la tropa se dirigía al centro para seguir la juerga. Dos eran las chicas que dirigían al grupo, que como jefas y responsables eran las que guardaban las bolsas con la bebida y los hielos, al parecer eran el objeto de poder en ese instante, el mando a distancia del salón en el que habían convertido el pasillo del convoy. Soy muy malo para las edades, y según mi intuición eran mayores de edad, pero por poco. Recordé en su presencia los tiempos en los que había personas que fumaban en el metro, o en los autobuses, y que afortunadamente ya se han extinguido, excepto las noches del fin de semana, donde la ley de la selva vuelve a imperar en el suburbano, y no sólo allí. Les miraba y no sabía muy bien que pensar. Por una parte la imagen de alguien más o menos borracho siempre me ha parecido más triste que jocosa, y más aún, no puedo evitarlo, en el caso de una chica. Por otra parte tenía una cierta envidia por esa edad, esa absoluta despreocupación que no lleva en la sangre cuando llega a los veinte años cuando, como digo yo, puedes hacer lo que te de la gana y encima eres plenamente consciente de que estás haciéndolo. Esa época, en mi caso en la universidad, donde todo el mundo se te abre por completo a la espera de que tú te lances y lo descubras, lo disfrutes y apures. Algunos acaban absorbidos por ese mundo y les destroza, otros no se atreven a franquearlo, y otros más lo logran, triunfan, o sobreviven avanzando en él. Es una edad gloriosa.
Y así avanzaban las paradas, y me fijé que entre las chicas había una, la más menuda de ellas, y por mucho la más atractiva, que no parecía estar disfrutando mucho con la juerga que se montaba a su alrededor. A lo mejor esa noche estaba cansada, tras un día agotador, o no le apetecía, o no le gustaba el espectáculo que estaban dando sus amigas. Fuera por lo que fuese cuando me bajé de la línea en el intercambio ella se quedó allí con una cara que presagiaba más decepción que fiesta, mientras que sus amigas seguían sin tener muy claro donde estaban. A ver si hay suerte y, dentro de unos años, se comen el mundo. Al menos el Sábado por la noche se lo estaban bebiendo....
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