Volver de vacaciones siempre es costoso, creo que no tanto por el hecho de regresar a casa, sino por el de abandonar el sitio que uno ha visitado, y dejar atrás físicamente las experiencias vividas. Tras pasar seis días de vacaciones en Roma empiezo a entender porque Audrey Hepburn y Gregory Peck se lo pasaron tan bien como parece en al película, y es que Roma ciudad es un lugar hecho para el deleite visual, el placer estético y, pese a sus defectos, que los posee, es algo mágico, y seguro que aquello que llene estas líneas y han estado allí comparten este juicio.
Roma es un museo, vivo y abigarrado, pero un museo. Cuando uno pasea por sus plazas, callejuelas, esquinas o avenidas tiene la sensación de que en cualquier momento van a aparecer unos torniquetes y unos guardias de seguridad, de esos que te saludan cuando abandonas un parque temático. Es un museo de piedra, en el que el mármol, el travertino y otros materiales han sido llevados a un grado de belleza y grandiosidad difícil de expresar. Es un museo de historia, porque no en vano el recuerdo del pasado romano es uno de sus mayores atractivos, y no decepciona, sino todo lo contrario. Soy amante de los rascacielos, y aún así el Coliseo y los foros imperiales anexos me parecen gigantescos, y más si contamos que tiene cerca de dos mil años a sus espaldas. Es un museo vegetal, en el que el pino mediterráneo y el ciprés dominan bosques, avenidas y parques, formando una estampa en al que sólo falta el mar, y en lugares como los alrededores del foro esos árboles se integran tanto con las ruinas que parecen haber sido puestos ahí a propósito, dando sombra a los recuerdos del pasado, cuidándolos y protegiéndolos de la lluvia y otras inclemencias, y alfombrando el paso del visitante de su hojas, esas púas verdes que por todas partes se ven. Es también Roma un museo religioso, como capital del cristianismo, en el que a cada paso aparece una iglesia, y en la que campanarios, fachadas, cúpulas, girolas y cruces parecen competir por ser la primera en llegar al cielo prometido. En este caso vista una iglesia no vistas todas, porque pese a ser el barroco el estilo dominante se puede hacer un seguimiento del arte religioso desde sus más tempranas manifestaciones, con unos mosaicos delicados y brillantes, hasta el éxtasis desbordante en volumen y grandiosidad, aunque no de trascendencia, del Vaticano. Y Roma también es un museo de calles y plazas vivas, de esquinas románticas, de muchos lugares decadentes, donde palacios que en su día tuvieron gloria ahora lucen oscuros y ajados, a veces cubiertos por una hiedra que les da un aire romántico pero que no oculta su abandono, pero en cada paso puede el visitante descubrir un resto de bellaza, un revoque en la pared, una escultura, una inscripción, un resto romano usado en el medioevo como refuerzo y parcialmente mostrado en la casa renacentista que finalmente acabó usándolo. Uno debe tener cuidado si no quiere acabar saturado de belleza, desbordado por la grandiosidad de los monumentos y de los detalles, arrastrado por la fuerza de una arquitectura que parece desmadrarse, en la que las columnas y capiteles han crecido a modo de bosque salvaje, con un control humano, pero que el visitante a veces no logra adivinar.
Tres lugares que me han parecido fascinantes, y sí, salen en las guías, pero es que son bellos. Uno es la plaza del Campidoglio, diseñada por Miquel Ángel, donde se encuentran los museos capitolinos, pequeña, acogedora y de una belleza embriagadora. Otra es la plaza de la rotonda, con el Panteón, el templo romano mejor conservado, y que con su cúpula agujereada es uno de los edificios más impresionantes que he visto en mi vida, quizás el mejor de la ciudad, y el tercero es la plaza sita tras la soberbia iglesia de Santa María la Mayor, al lado de mi hotel. Árida, rodeada de tráfico ruidoso, en ella descubrí una cosa la primera noche que ha sido tradición obligatoria todos los días del viaje, pero eso mejor se lo dejo para mañana.
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