No se si se han dado cuenta ustedes, pero un paseo por muchas de nuestras calles es una sucesión de prohibiciones, lagunas con sentido, otras sin él. Pisar el césped, arrojar objetos pintar paredes, escupir, sentarse en las aceras... decenas de cosas prohibidas que hasta ahora no se introducían en la vida privada de las personas y que trataban, en general, de regular el comportamiento cívico. Sin embargo las autoridades públicas, una vez que se ponen, les da gustillo prohibir, como si de subir impuestos fuese, y se lanzan a tumba abierta.
La Generalitat de Cataluña ha decidido prohibir el happy hour, esa oferta de 2 por 1 en las copas que algunos locales realizan durante una periodo determinado de tiempo a lo largo de la noche y que, como su nombre indica, parece provenir de la cultura anglosajona, con la idea, dice el regulador, de controlar el consumo de alcohol sin reparos que se produce en esos momentos. Y yo al leer esto me quedé asombrado, y eso que no debiera hablar mucho del alcohol porque a mi edad, nada tierna ya, aún no me he emborrachado nunca, pero me deja alucinado que un gobierno, el que sea, haga algo para “reducir el consumo de alcohol” justo cuando dicho consumo no genera recaudación. El alcohol y el tabaco son enormes fuentes de ingresos para las arcas públicas, están gravados con impuestos elevados (y más que subirán) y su inelasticidad de demanda, provocada por el dolor que deja abandonar esos hábitos a sus consumidores, los hace elevarse en el olimpo de los bienes que todo gobierno desea para vender, gravar y explotar, junto a la gasolina y similares. Si se desea moderar el consumo de alcohol, como dice la Generalitat, ¿por qué se permiten y fomentan los botellones? ¿Cómo es que no se sanciona a los locales que incumpliendo todas las normas ofrecen bebidas a menores de edad con el conocimiento de todos y la vista gorda de aún más? Y así podría plantear mucha preguntas, pero me da que en el fondo del asunto un botellón, para una administración pública no es un problema de salud, sino una reunión de pagadores voluntarios de impuestos, y que las arcas se frotan las manos cada vez que un señor paga una copa, por lo que si paga una y se lleva dos deja de ingresar, y eso no se puede consentir. Además, si el alcohol es una droga pública, privada y legal, uno puede beber de ella lo que le venga en gana, lo mismo que si quiere se puede tirar por la ventana y matarse de una manera más directa. Allá con su responsabilidad, pero eso de que te dejamos beber pero como nos venga bien, u otras normas que empiezan a proliferar así no deja de parecerme una arbitrariedad y una intromisión del gobierno en una esfera privada de la vida de la gente. Lo malo es que esta invasión se extiende hacia todo tipo de productos y bienes, algunos de ellos tan inocentes y buenos como el azúcar. Sí, sí, resulta que a alguna lumbrera se le ha ocurrido que se pueden poner impuestos sobre las bebidas azucaradas y otros dulces para frenar la epidemia de obesidad, pero ese genio ilustrado no ha sido capaz de suponer que la obesidad se deriva de que estemos todo el día sentados, sin hacer ejercicio, y que los chavales ya no jueguen en la calle, sino frente a la playstation, y que coman azúcares o ensaladas, las acumularán igualmente en los rollizos dedos, que sólo aprietan botones de mandos a distancia, y no manillares de bicicletas.
Lo confieso, la semana pasada, tomando un café con azúcar y leyendo el artículo de los impuestos al dulce me entró un cabreo monumental. El azúcar o el chocolate son una de las mejores cosas del mundo (y que, al contrario que otras, nunca dice que no, :-)) Y si uno quiere zamparse cuatro kilos de una sentada allá él y su responsabilidad, como si no quiere tomar nada. Al final nos van a prohibir de todo y, por su puesto, nos cobrarán por ello, y nos dirán que es por nuestro bien, y si acabamos aplaudiendo (y cosas como el canon digital ya cuelan...) nos mereceremos el premio de gilipollas del milenio. VIVA EL DULCE!!!!!!!
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