martes, octubre 13, 2009

Guguuuuu!!!

Es lo que tiene el final de las vacaciones, que uno se reincorpora y empieza a pensar qué ha hecho en ellas. Una semana tampoco da para muchas maravillas, y poco más he hecho que descansar con un tiempo más apacible de lo previsto la primera parte y más típico del norte en su segunda mitad. Sin embargo ha habido una cosa que he hecho por encima de todas las demás, más que dar paseos, visitar amigos, hacer recados, saludar conocidos, o mirar cosas como un pasmarote.

Y eso que ha dominado toda al semana ha sido..... los niños. Sí, sí, niños, muchos niños y niñas, nacidos algunos hace pocos meses, otros cercanos al año, y entre medias todo el abanico de meses, estados de lactancia y característica que se pueda imaginar. No daba veinte pasos por Elorrio sin cruzarme con una amiga que había sido madre recientemente, y que con todo su orgullo llevaba no el carro del supermercado, sino un remedo del nuevo Ferrari de Fernando Alonso con un niño alojado en su interior.. “Oh, qué bonito!!!!... ¿cómo se llamaba??? Es que ya con tanto se me olvidan los sexos y los nombres” Y entonces comienza una descripción que para mi resulta tan ajena como el relato de la creación del mundo por parte de los Vedas hindúes. Además de los que uno se encuentra de casualidad están los niños de los amigos de toda la vida, que crecen a velocidad de vértigo y se adentran en estadios de desarrollo tales como el de la fase de los dientes y otros procesos tan apasionantes. A ello le debemos sumar las visitas a amigos, bueno, mejor dicho amigas en este caso, que hace tiempo no veía y que mucho antes debiera haber pasado para devolverles un merecido abrazo. Antes, dicho de manera un poco exagerada, yo veía a mis amigas como posibles amantes, o al menos con ojos cargados de un cariño más rudo, luego conocías a las parejas de las amigas, chicos agradables y simpáticos, que se acababan convirtiendo en sus maridos Las vistas en la siguiente etapa era de tipo Ikea, porque en ellas veías como habían decorado el piso que ya se habían comprado, y en casi todas las casas había una habitación desnuda sin decorar a la espera de la llegada de “los niños”. Ahora esas habitaciones ya lucen todas con unos colores pastel chillones, azules principalmente, y se encuentran atestadas de cosas pequeñas, que como son enanas aún proliferan más, y se han convertido en el corazón de los pisos que ocupan. De momento han desbancado al salón, y la cuna de la esquina y su bamboleo reinan sobre el plasma que como al arpa de Bécquer, pasa muchas de sus horas arrinconado y sin que nadie le haga caso. Y allí, en todos los casos, estaba el “tío David”, cambiando de escenario, de amigos, de ciudad, de entorno, de vecindario, pero con una escena casi idéntica en todas partes, formada por una pareja obnubilada, un retoño más o menos inquieto y un visitante más perdido de lo que se puedan imaginar.

Porque pese a lo que pueda parecer, y como muchos ya saben, no me gustan los niños. Están bien, aunque esta no es manera de tratar a personas, para un rato, media hora de juego entre ellos y sus padres, pero pasando de ahí se convierten para mi en un motivo de distracción y perturbación creciente. Cuando abandonaba a mis visitas y les dejaba sumergidas en una conversación críptica para mi, basada en “tomas”, papillas, vacunas y demás, casi suspiraba de alivio, aunque es casi seguro que lo normal era lo que dejaba al otro lado de la puerta, y lo extraño era lo que me llevaba conmigo mismo.

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