Justo el día en el que me iba de vacaciones, el pasado
viernes 20, tuvo
lugar una espantosa matanza en un cine de Denver, Colorado, durante el estreno
de la tercera parte de Batman. En una sala repleta un psicópata entró
armado hasta los dientes y cubierto por una máscara, y disparó con saña sin
fijarse en quién mataba o quién dejaba herido. El público, creyendo al
principio que todo formaba parte del montaje publicitario de la película, tardó
demasiado en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. El balance, doce
muertos, es muy descriptivo del horro que allí se debió vivir.
Un par de días después, y tras haber desactivado todo el
montaje que el sujeto tenía en su apartamento para matar a los que allí fueran
a cazarle, fue detenido al autor de semejante salvajada, un
joven llamado James Holmes, cuyo perfil biográfico le deja a uno sumido en
la desesperanza. No estamos aquí ante el típico psicópata, proveniente de una
familia desestructurada, con cruel pasado y escasos conocimientos, no. Se trata
de un genio, becado a través de uno de los programas más prestigiosos de EEUU
en neurociencia, que estaba realizando un doctorado en la materia después de
licenciarse con unas notas maravillosas. Alguien de cuyo currículum sólo se
espera el éxito profesional ha acabado con su carrera de la manera más absurda
y cruel imaginable, llevándose la vida de doce inocentes y dejando mal heridas
a varias decenas de personas más. Leyendo artículos variados sobre este “Holmes
del mal” frente al detective de Baker Street, cada vez me sentía más angustiado
y sin respuestas, porque quizás no las haya al maldito “Por qué” que no dejamos
de repetir ante episodios como este, una pregunta muy natural, que nuestra
mente trata de responder sin fin, y que puede conducirnos a la angustia al
darnos cuenta no sólo de que no hay respuesta, sino que la propia pregunta carece
de cualquier sentido. Sin embargo, en medio de este panorama moral uno es capaz
de encontrar signos de esperanza en los humanos, gestos que nos dignifican y
hacen que mirarse en el espejo sea un acto soportable. Y como suele suceder en
estos casos, es en las víctimas donde encontramos esas actitudes nobles. Leer
las mínimas reseñas publicadas sobre los doce fallecidos nos muestra un grupo
de personas heterogéneo, de clase media, joven, con la vida muy formada para su
edad en muchos de los casos, y que ante el horror que se les hizo presente
adoptaron una actitud de héroe que para sí quisiera Batman, Superman o cualquiera
de los muchos justicieros salidos de la imaginación de escritores y dibujantes.
Es el caso de Alexander Teves, de 24 años, licenciado en psiquiatría, que al
comenzar los disparos se abalanzó sobre su novia Amanda para cubrirla, lo que
salvó la vida de ella y acabó con la suya. Esta misma aptitud fue la que adoptó
Jonathan Bunk, de 26 años, Marine entrenado a conciencia, que sacrificó su vida
para salvar la de su amiga Jansen Young, o Matthew McQuinn, de 27 años,
empleado de un centro comercial, que sin dudarlo cubrió a su novia y al hermano
de ésta, salvándoles a los dos pero falleciendo en el intento, o Gordon Cowden,
de 51 años, comercial inmobiliario, que acudió al cine con dos de sus cuatro
hijos, a los que pudo salvar, y sólo pudo decir “os quiero” antes de morir
delante de sus ojos.