Cola en la entrada, sala repleta de gente, cámaras de
televisión, fotógrafos con enormes teleobjetivos y decenas de periodistas
corriendo por el fondo de la sala, rumores, cuchicheos y la sensación de estar
ante uno de esos encuentros de los que son realmente importantes. Y allí estaba
yo, sentado en la última fila, quitándole el sitio a un señor que lo ocupaba
esperando a un amigo, pero que yo acabé ocupando porque la azafata de al sala
ya no dejaba reservar espacios. Siendo Madrid la ciudad en la que se celebraba
el acto lo lógico era pensar que esperábamos a un futbolista, pero no. Era aún
más extraordinario. Todo era por un economista.
En estos tiempos de crisis los economistas juegan un papel
dual que, como poco, refleja la esquizofrenia del mundo en el que vivimos. Por
una parte son, mejor dicho somos, porque yo soy uno de ellos, de lo más
insignificante e inculto, atacados, criticados y vituperados con dureza por
haber sido en parte los causantes del desastre que estamos viviendo, y no falta
razón en muchas de esas acusaciones, no lo negaré, aunque no todas sean
acertadas. Pero a la vez, cuando aparece un economista en la sala todo el mundi
se lanza a preguntarle qué es lo que va a pasar, qué debe hacer con sus
ahorros, cómo va a acabar esto del euro, y demás preguntas de una complejidad
casi inabarcable. Así, los economistas se han convertido en las estrellas
mediáticas de estos tiempos de zozobra, y las televisiones y los medios se los
rifan. Entre ellos Paul Krugman es algo así como el Obama de la profesión, el
tótem, el súmmum de lo conocido, la fama hecha catedrático de economía. Nóbel
desde 2008 por su teoría del comercio internacional, que han estudiado la
mayoría de los alumnos de cursos de economía internacional en todo el mundo,
adicto a las redes sociales, polemista, bloguero incansable desde el New York Times,
apologista político de los demócratas, fustigador de los republicanos, euro
escéptico, amante de la buena vida y la discusión, buen escritor y vendedor de
libros, futurólogo a tiempo parcial, Krugman es toda una estrella mediática que
se mueve por todo el mundo causando sensación allí por donde pasa. En países
como España donde tendemos a la simplificación más absurda y maniquea el
público se ha dividido claramente entre los prokrugman, que los contrarios
tildan de socialistas, y los antikrugman, a los que los contrarios tildan de
derecha, lo que demuestra que, como es habitual, en España los libros se
compran y no se leen, y que el pensamiento de Paul no ha sido entendido en su
conjunto por muchos de sus incondicionales ni de sus críticos. Quizás por eso en la presentación que
hizo ayer en la Fundación Rafael del Pino de su último libro, los
organizadores rodearon a Krugman de dos contertulios enfrentados
ideológicamente. Por un lado estaba Pedro Schwartz, economista de amplia trayectoria
en el mundo liberal, que optó por un enfrentamiento con las tesis del norteamericano muy radical al principio,
más moderado al final, tendiendo a veces al
simplismo, y por otro estaba Manuel Conthe, hombre de larga trayectoria en la
función pública y, tras las desavenencias con el gobierno de ZP, metido a
gestor en la empresa privada, que adoptó un papel muy laudatorio de la obra de
Krugman y se situó casi en el polo opuesto a Schwartz. Previo a ese debate, la
conferencia que dio el Nóbel fue interesante y directa al grano, no
refiriéndose tanto al libro que se presentaba, muy centrado en la economía
norteamericana, sino a la situación de Europa, el euro y España, epicentro de
la tormenta que vivimos en palabras suyas. Tienen
aquí un buen resumen en castellano de lo que allí dijo, pero básicamente
volvió a reclamar la intervención del BCE para que compre deuda española e
italiana para aliviar la presión que impide ahora financiarse a esos países, y
que Alemania haga la labor de estímulo de demanda que un sur de Europa,
exhausto y necesitado de reformas que lo hagan competitivo, no puede hacer.
En el turno de preguntas quiero destacar una que le inquirió
sobre el papel de los economistas, su deteriorada imagen tras la crisis, y
sobre si era consciente de hasta que punto sus palabras son relevantes y debe
tener un cierto cuidado al pronunciarlas, cuestión que, según sus palabras, le
preocupa. Al acabar el acto me acerqué al estrado, tuve suerte y Paul me firmó
mi ejemplar de su último libro, que leí hace un mes. Y me fui de allí muy
contento, porque por primera vez en mi vida un Premio Nóbel me ha escrito algo,
sí un garabato, pero algo, y me ha saludado, y le he podido decir gracias
directamente a los ojos. Para un economista de andar por casa, que trabaja en
la cantera de los números en el día a día, qué más se puede pedir.
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