Ayer España cedió, por fin, toda su soberanía a Europa, más
concretamente a Alemania, mediante el
simbolismo encarnado en esa votación del Bundestag, en la que señores que no
hemos elegido deciden votar nuestro rescate financiero a cambio de las
condiciones que sean precisas. Las
manifestaciones de la tarde y noche en España expresaban enfado, pero más
allá de eso el sentimiento del país es de abatimiento, pesar, temor y
desconfianza ante un futuro cada vez más negro. Nada de lo que era sólido ya lo
es. ¿Cómo actuar? ¿Qué pensar?
Hace unos setenta años un europeo llamado Stefan Zweig, uno
de los novelistas más grandes de su tiempo, y de todos los habidos, expresaba
esa misma congoja al inicio de lo que serían sus memorias, tituladas “El mundo
de ayer” y con un subtítulo muy actual: memorias de un europeo. Zweig nace en
Viena en el siglo XI en el apogeo del imperio austrohúngaro y muere tras
suicidarse en Petrópolis, Brasil, en 1943, donde se encontraba exiliado tras
huir de su país y del continente amado, víctima de la persecución nazi. Autor
de maravillosas novelas que a buen seguro les gustarían, dotadas todas ellas de
un tono romántico muy profundo y nada empalagoso, posee también un catálogo
extenso de ensayos y biografías. Sus memorias son las de un europeo orgulloso
de serlo, que nace en Viena pero que vive temporadas en Alemania, Italia,
España, Reino Unido, que durante su juventud crece en un ambiente cultural en
constante expansión y en una Europa subida al carro de la primera gran
globalización, con los viajes trasatlánticos como moneda corriente y con miles
de personas circulando sin parar entre los países del continente. Ese mundo de
crecimiento, estabilidad y paz colapsa en 1914 de la manera más inesperada
posible en un enfrentamiento que se suponía breve y que acabaría llamándose
Primera Guerra Mundial. Las cicatrices y el recuerdo de esos años de cruel
batalla destrozan la ilusión en el progreso de Zweig y de muchos de sus
contemporáneos. Convertido ya en un escritor famoso, su activismo como
intelectual, concepto que en aquel entonces no estaba tan consolidado, le hace
pronunciar conferencias y discursos en los que no deja de reclamar una unión
entre los europeos, para exorcizar el fantasma de la guerra y vencer al
terrible virus del nacionalismo, que se incuba en cada país y no deja de
crecer. Paradojas de la vida, reside durante varios años en una vivienda sita
en unas montañas cerca de Salzburgo, con vistas a Berchtesgaden, donde en un
momento dado un militar alemán llamado Adolf Hitler empieza a construirse una
casa de montaña y palacio de gobierno. Zweig observa alarmado como ese virus
nacionalista muta en lo que se hace llamar fascismo, y llena las calles
europeas de bandas criminales que imponen la ley del más fuerte y no dejan de
vejar, violar y atacar a todo aquello que se les pone por delante. Nota como su
Austria natal se encamina a ser fagocitada por un expansionismo alemán que no
posee límites y decide emigrar a Londres, desde donde saltará a Brasil una vez
que se inicie un nuevo enfrentamiento conocido como Segunda Guerra Mundial.
Mayor, cansado, angustiado en la distancia y dolido hasta el fondeo su alma al
ver como Europa se desgarra y hunde en el salvajismo nazi, triunfante a principios
de la década sin visos de ser derrotado nunca, Zweig se consume en el exilio y
acaba por suicidarse junto con su esposa.
La visión que Zweig recoge en “el mundo de ayer” es tan
vigente y actual que casi da escalofríos. Su anhelo de una Europa unida en
concordia, que venza los miedos y recelos de cada una de sus pequeñas y
orgullosas naciones es tan actual como lo era en los sesenta, pero a la vista
de la crisis que asola el continente es un llamamiento a la actuación que no
tiene parangón en su claridad y vehemencia. Leer ese libro, pensarlo y sentirlo
es algo que todo europeo debiera hacer al menos una vez en su vida. Si se
siente tan perdido como yo ante lo que sucede, lea este verano a Zweig,
sumérjase entre sus páginas y pensamientos, y verá un rayo de luz y esperanza
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