No se si ustedes han visto alguna vez un incendio forestal.
Yo, la verdad es que no muchos. En el norte no son tan frecuentes, dado todo lo
que llueve, pero en otoño, cuando sopla el viento sur recalentado e intenso, es
más probable que se produzcan. Mis recuerdos de árboles en llamas se asocian a
muy primeros años noventa, con un otoño muy seco y un inicio de diciembre que
arrasó gran parte de los pinares de Elorrio. Súmenle a ese tiempo adverso el
hecho de que el pino es un trozo de madera lleno de resina y tendrán unas
llamas enormes y un espectáculo difícil de definir dada su magnitud.
En el Mediterráneo la cosa es distinta. Allí los incendios
son tan típicos que han traspasado el imaginario colectivo hasta tomar parte y
ser elementos fundamentales en las fiestas. Las fallas valencianas, la “nit del
foc” y cosas por el estilo no es sino el recuerdo de una naturaleza que, de vez
en cuando, arde, en medio de los tórridos y secos veranos locales. La fiesta
muestra la crudeza del fuego, pero también como la ceniza regenera el suelo,
abona para una nueva siembra y crecimiento, como reflejo de los bien
instaurados ciclos agrícolas que, hasta hace escasas décadas, condicionaban la
forma de vida de casi todo el mundo. Sin embargo, y eliminando toda la poesía
que uno pretenda darle, un incendio es lo peor que le puede pasar a un paisaje,
a un terreno, a un lugar. Independientemente de las dimensiones y del coste en
vidas humanas que pueda tener, el incendio supone la destrucción de todo lo que
a su paso se encuentra, sea vegetación, animales, propiedades, enseres, restos
antiguos, etc. La imagen de un monte quemado, pongamos
como último ejemplo el devastador incendio de Valencia de este fin de semana,
es triste hasta decir basta. Uno se imagina esas lomas de la imagen cubiertas
hasta hace un par de días de verde, con árboles, arbustos, praderas y demás
especies, en mayor o menor armonía, y frente a ello la escena que se puede
contemplar hoy es la nada, el vacío más cruel posible, lo más parecido a la
muerte frente a la imagen de vida que se respiraba hace no demasiadas horas. El
esfuerzo de las miles de personas que han trabajado estos días para impedir que
el incendio crezca parece que ha dado sus frutos y estos fuegos ya no irán a
más, pero para las comarcas afectadas el mundo ha cambiado radicalmente. Los
vecinos que hayan podido volver a sus casas, esperemos que no afectadas por las
llamas, habrán abierto sus ventanas y frente a ellos el paisaje ya no será el
mismo que recordaban, de hecho será exactamente el opuesto. Olor a ceniza,
humo, y naturaleza muerta sustituirá a la imagen que ha reinado en sus mentes
durante años y años. Los árboles bajo los que, quizás, se columpiaron cuando
eran pequeños, ya no están, el prado en el que celebraron la última paellada
ahora es un campo de ardientes brasas, y el olor a lavanda y jara de los pastos
ha sido sustituido por una ceniza penetrante que lo llena todo. Les queda el consuelo
de que, en casi todos los casos, sus casas se han salvado, pero nada fuera de
sus muros ha sobrevivido. En el día después del incendio la sensación de que
todo ha terminado para los que viven en la zona afectada debe ser angustiosa,
insoportable y, contemplando el paisaje que se extiende ante sus ojos,
imposible de evitar. Si exceptuamos todo lo relacionado con el resto de sus
semejantes, no creo que existan muchas imágenes más duras para una persona que
la contemplación de cómo el paisaje de su memoria desaparece en apenas dos días
envuelto entre las llamas.
De hecho siempre he dicho que un incendio forestal es la
mayor de las catástrofes naturales, ecológicas, medioambientales, o como
ustedes quieran llamarlas, que existen. Es triste la imagen de una playa
cubierta de chapapote, sí, pero en seis meses estará limpia. Sin embargo la
zona quemada ni en seis años ni quizás sesenta volverá a ser lo que era. Sin
embargo seguimos viendo el fuego en el monte sin darle la gravedad que tiene, y
más aún en un país semidesértico como España, en el que cada árbol vale su peso
en oro, rodeado como suele estar muchas veces de resecos campos, maltratados
por un sol que nunca descansa. Este de Valencia es el último de una serie de
tantos y tantos incendios desgraciados. Luchemos contra ellos con la máxima
fuerza posible.
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