Este sábado se cumplió el sesenta
aniversario de la firma del tratado de Roma, que dio lugar a la creación de la
entonces llamada Comunidad Económica Europea, un pacto de seis países (Alemania
Federal, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) germen de la actual
Unión Europea. Por tal motivo se han organizado a lo largo del fin de semana
una serie de actos conmemorativos en Roma que, por los escenarios escogidos,
parecían una recreación de “La gran belleza” de Paolo Sorrentino, con
personajes igualmente veteranos deambulando entre la grandeza de estancias y
ruinas romanas, que poseen un empaque insuperable.
Llega la UE a una edad
respetable, llena de achaques, crisis, dolores, problemas y broncas. Se ha
puesto de moda echarle la culpa de todo lo que pasa y, obviando lo mucho
conseguido, sentirnos frustrados por lo poco logrado respecto a nuestras
aspiraciones. Olvidamos que la UE es algo que no ha existido nunca antes, un
“objeto político no identificado” como he leído este fin de semana, en una
expresión muy afortunada. No es una federación de territorios que se
constituyen en nación, como Alemania o Suiza, no ha sufrido una guerra interna
para consolidar su unidad plena, como EEUU. Es otra cosa. Es una agrupación de
naciones consolidadas, soberanas, plenas, que conscientemente ceden soberanía a
un ente supranacional. Por eso no debemos olvidar nunca, nunca, que Europa
existe como idea genérica en la cabeza de algunos europeístas, como este que
les escribe, pero que la UE existe por voluntad expresa de los mandatarios y,
llegado el caso, los ciudadanos de los países que la conforman. La invocación
que Theresa May realizará el próximo miércoles del artículo 50 del Tratado para
iniciar el proceso de salida, el Brexit, es una muestra de que la UE no es un
proceso irreversible, ni mucho menos, que puede irse al garete, y que se los
países que la conformamos decidimos que no nos sirve, pasará a la historia, a
la de los buenos momentos, sí, pero a la historia del pasado. Ayer mismo Marine
Le Pen, en un mitin de su campaña, anunciaba que su victoria supondría la
muerte de la UE, cosa que no es nada descabellado. Lo grave de esas
declaraciones no es tanto su expresión, sino que fueron aplaudidas con rabia
por parte de un auditorio que las comparte y hace suyas. Este es el principal
problema actual de la UE, que varias naciones, con sus dirigentes al frente, la
ven como un estorbo más que como una oportunidad. La regresión de los valores
europeístas que se observa en el discurso de Le Pen y otros partidos similares
se expresa en las decisiones que, día a día, toman gobiernos como el polaco o
el húngaro, que decididamente van en contra del proceso de integración europea.
Por eso se habla de soluciones a varias velocidades, de que los países que deseen
avancen sin contar con el resto, de alternativas para cohesionar políticas
entre los que quieran e impedir que minorías de bloqueo o unanimidades
imposibles hagan embarrancar el proyecto. Son parches, alternativas, para
tratar de salir del atasco en el que ahora mismo se encuentra una Unión que
representa, en su gasto, poco más del 1% del presupuesto de los países que la
conforman, pero a la que exigimos que sea la solución de todo. Una Unión que,
demasiadas veces, es culpada por los políticos nacionales de todo signo de ser
la responsable, por acción u omisión, de los problemas de nuestra vida,
problemas de todo tipo frente a los cuales “Bruselas” se convierte en el ogro
al que echar la culpa, una especie de versión supranacional de ese “Madrid” que
tan rentable resulta usar en España.
Somos pocos los que defendemos a
la UE, a veces muy ruidosos, pero pocos. Defenderla no significa amparar sus
errores y fallos, que los tiene, y serios. Eso sería engañar, pero no es menos
cierto que estos sesenta años de Europa unida han sido, quizás, los mejores de
los dos últimos milenios, y negarlo sería absurdo. No podemos vivir en la
complacencia, pero tampoco en la ilusión de que la magia de invocar a Europa
nos resolverá todos nuestros problemas. Ayer leía también que, sobre el
conjunto del planeta, somos el 7% de la población, el 25% del PIB y el 50% del
gasto social. Esa es nuestra dimensión y responsabilidad. Larga vida a la Unión
Europea y, aunque no esté de moda… ¡¡¡Viva Europa!!!
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