miércoles, marzo 22, 2017

Pelea de padres en un partido

Seguro que han visto el vídeo de la escena muchas veces en los últimos días, y es que es un documento gráfico de enorme valor. Aunque la imagen no está enfocada del todo, quien la graba sabe seguir la acción de lo que sucede y muestra la evolución de cómo una disputa entre dos padres se acaba convirtiendo en una tangana, una pelea de bar, en la que faltan las sillas y vasos, pero no los brutos y la violencia, con el fondo de un campo de fútbol y algunos gritos de “qué vergüenza” que exclaman testigos presentes, de voz femenina en ese caso, que describe en su expresión acertada, aunque se quede corta, lo que sucede ante nuestros ojos.

Las peleas en el deporte escolar, protagonizadas sobre todo por padres, son un clásico en la vida social de los fines de semana de este país, y de muchos otros. Es algo a lo que yo siempre he sido ajeno, tanto por mi nulo interés por el deporte, ni en lo práctico ni como espectador, como por la dejadez de mi padre, y de muchos otros de su generación en lo que hubiera hecho a ayudar a sus hijos a desplazarse a un campo contrario o a verlos jugar. Pero con el paso de los años amigos y compañeros cuentan escenas que, aunque no tan serias, se parecen mucho a lo que sucedió el pasado fin de semana en Mallorca. Cada cierto tiempo salen a la luz crónicas de palizas a árbitros, amenazas a entrenadores y todo tipo de sucesos que tienen la violencia como denominador común. ¿Por qué? Supongo que las causas serán de todo tipo, como siempre, pero al menos hay dos que no puedo dejar de señalar y que me sorprenden día a día. Una es la sacralización del deporte, en este caso concreto del fútbol, y el valor de la victoria por encima de todo. El equipo al que defendemos, el de “nuestros colores” y cosas por el estilo debe ganar siempre, siempre, siempre, siempre, y como sea. Se dice que el deporte es escuela de valores y sacrificios, sí, pero también de ambiciones desmedidas y de la búsqueda del triunfo por encima de todo. Quizás los chavales que juegan no piensan tanto en la victoria como en divertirse, pero no parece ser ese el comportamiento que muestran los espectadores, y por ello la tensión se desborda. Si hay que pegar, hacer trampas, amenazar al árbitro, que representa la justicia en este caso, se hace. Y a partir de ahí puede uno extender el símil de la victoria más allá del deporte, a la obtención de contratos, a la corrupción política, a donde usted desee, y verá comportamientos muy similares, que se retroalimentan. El otro factor, que afecta más directamente a los deportes infantiles y juveniles, es la sacralización, también, del hijo. Todos los padres pregonan desde sus alturas que su hijo es el más rápido, el más hábil, el más fuerte y, si me apuran, el más listo. Todos los hijos son superdotados y todos se encuentran por encima de la media. Y claro, no puede ser que un hijo que juega no sea capaz de meter gol, que no le pasen los demás el balón porque ÉL es el centro del juego y el que lidera el equipo. Y pobre de aquel que ose meterse contra él, y menos aún tocarlo. El hijo es un ser superior a quien nadie puede osar decir ni ordenar nada. Y mucho menos figuras turbias como árbitros, profesores y otros estamentos, que conspiran contra la grandeza del hijo, debido a la profunda envidia que sienten en cada momento. Este comportamiento, de egoísmo sumo por parte de los padres, está creando generaciones enteras con una muy baja tasa de frustración, que no se han enfrentado nunca a la derrota en sentido amplio, derrota que en la vida diaria se sufre día sí y día también. Y que duele. ¿Cómo van a responder estos chicos cuando sean mayores y nadie salte a “defenderles” pegándose con otro? ¿Cómo responderán? Es una de las mayores dudas que tengo respecto a la evolución futura de nuestra sociedad. Y aviso que pocos consejos puedo dar en base a mi experiencia personal, dado que no soy precisamente el más habilidoso para gestionar y superar esas derrotas de la vida.


No se cómo se puede acabar con estos episodios de violencia, absurdos y muy tristes. Quizás lo mejor sería prohibir directamente a los padres acudir a los partidos de sus hijos. Que se queden en el bar o en otra parte y, a la salida, acudan a recogerlos. Pero seguro que el equipo o colegio que propone esa medida es acusado de todo tipo de conspiración y ultraje sobre los pobres chicos, por parte de una horda de padres exaltados. Lo lógico sería inculcar a padres, e hijos, de que todo es un juego y de que siempre habrá alguien más rápido, hábil, escurridizo y, sí, también, listo, que su hijo, y que el chaval debe aprender de quien le supera para mejorar, pero sospecho que es esta una lección muy difícil de impartir, y más aún de asimilar.

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