Seguro que han visto el vídeo de
la escena muchas veces en los últimos días, y es que es un documento gráfico de
enorme valor. Aunque la imagen no está enfocada del todo, quien la graba sabe
seguir la acción de lo que sucede y
muestra la evolución de cómo una disputa entre dos padres se acaba convirtiendo
en una tangana, una pelea de bar, en la que faltan las sillas y vasos, pero
no los brutos y la violencia, con el fondo de un campo de fútbol y algunos
gritos de “qué vergüenza” que exclaman testigos presentes, de voz femenina en
ese caso, que describe en su expresión acertada, aunque se quede corta, lo que
sucede ante nuestros ojos.
Las peleas en el deporte escolar,
protagonizadas sobre todo por padres, son un clásico en la vida social de los
fines de semana de este país, y de muchos otros. Es algo a lo que yo siempre he
sido ajeno, tanto por mi nulo interés por el deporte, ni en lo práctico ni como
espectador, como por la dejadez de mi padre, y de muchos otros de su generación
en lo que hubiera hecho a ayudar a sus hijos a desplazarse a un campo contrario
o a verlos jugar. Pero con el paso de los años amigos y compañeros cuentan
escenas que, aunque no tan serias, se parecen mucho a lo que sucedió el pasado
fin de semana en Mallorca. Cada cierto tiempo salen a la luz crónicas de
palizas a árbitros, amenazas a entrenadores y todo tipo de sucesos que tienen
la violencia como denominador común. ¿Por qué? Supongo que las causas serán de
todo tipo, como siempre, pero al menos hay dos que no puedo dejar de señalar y que
me sorprenden día a día. Una es la sacralización del deporte, en este caso
concreto del fútbol, y el valor de la victoria por encima de todo. El equipo al
que defendemos, el de “nuestros colores” y cosas por el estilo debe ganar
siempre, siempre, siempre, siempre, y como sea. Se dice que el deporte es
escuela de valores y sacrificios, sí, pero también de ambiciones desmedidas y
de la búsqueda del triunfo por encima de todo. Quizás los chavales que juegan
no piensan tanto en la victoria como en divertirse, pero no parece ser ese el
comportamiento que muestran los espectadores, y por ello la tensión se
desborda. Si hay que pegar, hacer trampas, amenazar al árbitro, que representa
la justicia en este caso, se hace. Y a partir de ahí puede uno extender el símil
de la victoria más allá del deporte, a la obtención de contratos, a la corrupción
política, a donde usted desee, y verá comportamientos muy similares, que se
retroalimentan. El otro factor, que afecta más directamente a los deportes
infantiles y juveniles, es la sacralización, también, del hijo. Todos los
padres pregonan desde sus alturas que su hijo es el más rápido, el más hábil,
el más fuerte y, si me apuran, el más listo. Todos los hijos son superdotados y
todos se encuentran por encima de la media. Y claro, no puede ser que un hijo
que juega no sea capaz de meter gol, que no le pasen los demás el balón porque ÉL
es el centro del juego y el que lidera el equipo. Y pobre de aquel que ose
meterse contra él, y menos aún tocarlo. El hijo es un ser superior a quien
nadie puede osar decir ni ordenar nada. Y mucho menos figuras turbias como árbitros,
profesores y otros estamentos, que conspiran contra la grandeza del hijo,
debido a la profunda envidia que sienten en cada momento. Este comportamiento,
de egoísmo sumo por parte de los padres, está creando generaciones enteras con
una muy baja tasa de frustración, que no se han enfrentado nunca a la derrota
en sentido amplio, derrota que en la vida diaria se sufre día sí y día también.
Y que duele. ¿Cómo van a responder estos chicos cuando sean mayores y nadie
salte a “defenderles” pegándose con otro? ¿Cómo responderán? Es una de las mayores
dudas que tengo respecto a la evolución futura de nuestra sociedad. Y aviso que
pocos consejos puedo dar en base a mi experiencia personal, dado que no soy
precisamente el más habilidoso para gestionar y superar esas derrotas de la
vida.
No se cómo se puede acabar con
estos episodios de violencia, absurdos y muy tristes. Quizás lo mejor sería
prohibir directamente a los padres acudir a los partidos de sus hijos. Que se
queden en el bar o en otra parte y, a la salida, acudan a recogerlos. Pero
seguro que el equipo o colegio que propone esa medida es acusado de todo tipo
de conspiración y ultraje sobre los pobres chicos, por parte de una horda de
padres exaltados. Lo lógico sería inculcar a padres, e hijos, de que todo es un
juego y de que siempre habrá alguien más rápido, hábil, escurridizo y, sí,
también, listo, que su hijo, y que el chaval debe aprender de quien le supera para
mejorar, pero sospecho que es esta una lección muy difícil de impartir, y más aún
de asimilar.
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