Por primera vez en bastante
tiempo no nos hemos levantado por la mañana, puesto la tele y encontrado con
una desagradable sorpresa. Aún recuerdo cómo se me indigestó la victoria del
Brexit, que era derrota a media noche, y la maña mañana que me hizo pasar (y
las que luego vinieron y vendrán). Esta
vez los sondeos a pie de urna no han fallado, las últimas encuestas tampoco, y
el resultado de las elecciones holandesas ha supuesto la derrota de las
posiciones xenófobas y populistas de Wilders, que asciende en votos y
escaños desde su anterior registro, pero que no hace sombra a la victoria del
primer ministro, el liberal Mark Rutte.
A lo largo del día se iba viendo
que la afluencia a las urnas era muy alta, superior a la de anteriores
comicios, y había varias explicaciones posibles a este hecho. Una, la mala, era
que Wilders, pese a todo, había logrado movilizar a votantes desencantados,
habitualmente abstencionistas, y esa participación reflejaba su aumento. La
otra, explicación, la buena, y a posteriori parece la correcta, era que sí se
trataba de abstencionistas movilizados, pero con el objetivo de frenar al
movimiento xenófobo de Wilders. Una de las lecciones de los dos desastres de
2016, Brexit y Trumo, es que se produjeron no tanto por la gran movilización de
los partidarios de estas corrientes políticas, por llamarlas de una manera,
como por la desmovilización de los que las combatían, que o bien pensaban que
era imposible que algo así llegara a suceder o porque estaban seguros de su
propia victoria. Por una u otra causa el electorado moderado estaba, en Reino
Unido y EEUU, mucho menos movilizado, acudió menos a votar y otorgó, en su
desidia, la victoria al lado oscuro que nunca imaginaba que pudiera llegar a
mandar. Y en Holanda no ha pasado eso. La movilización trataba de frenar ese
populismo peligroso, y lo ha logrado. Pese a ello, y como se esperaba, el
panorama político del país queda convertido en una muy complicada sopa de
siglas e ideologías. Rutte ha conseguido 33 escaños, y la mayoría absoluta del
Parlamento se alcanza con 73. Sí, sí, el ganador no tienen ni siquiera la mitad
de los escaños necesarios para llegar al poder. La existencia de coaliciones,
por tanto, no es una necesidad, sino una obligación, como ha sido a lo largo de
las últimas décadas de gobierno en los Países Bajos, en otra muestra de cordura
que nuestra política debiera interiorizar. Los populistas de Wilders suben y se
quedan con 19 escaños, que son muchos para aquel parlamento, pero que saben a
derrota, muy cruda, tras las expectativas que se habían organizado. Pero no
debemos eludir la amarga realidad de que muchos holandeses han votado a esa
formación, y que parte de su discurso nacionalista y abiertamente racista se ha
colado en la agenda política de las demás formaciones. Grupos como los de
Wilders quizás no lleguen a gobernar, pero su tóxico mensaje logra contaminar
el espacio político en el que se encuentran y radicalizar las posturas del
resto de formaciones. Y eso, reconozcámoslo, es una victoria moral para esa
gente. Y quizás sea el rastro más duradero y difícil de erradicar de estas
formaciones, que sufrirán altibajo, como todas. El resto de partidos, muchos y
de siglas y nombres impronunciables, muestran comportamientos de todo tipo. Es
de destacar el derrumbe de los socialistas, que concurrían bajo la sigla de
PvdA, que pasan de 38 a 9 diputados, un desastre sin paliativos, que vuelve a
clamar al cielo la crisis en la que se encuentra inmersa la social democracia
europea. También destaca, como contrapartida, el ascenso de los ecologistas,
que alcanzan catorce escaños, y parecen recolectar el voto desencantado del
socialismo clásico. En Holanda, también, se ha producido una radicalización de
la izquierda y un estrechamiento del centro político.
No es para abrir el champán,
porque estamos como estamos, pero viniendo de donde venimos, hoy es un día de
fiesta en Europa y, sobre todo, en Bruselas. Las instituciones comunitarias
veían a Holanda como un riesgo serio que, afortunadamente, se ha despejado, y
deja ahora libre el camino a las elecciones francesas, las realmente
determinantes en este año, aún más que las alemanas, porque el riesgo de una
victoria de Le Pen sería demasiado peligroso. El resultado holandés es muy
amargo para la candidata extremista francesa, que puede ver cómo la victoria de
sus “aliados” en Reino Unido y EEUU ha servido de vacuna para alertar a la
población de la llegada, real, de unos líderes desquiciados. Ojalá dentro de
algo más de un mes, en París, gane quien gane, se pueda festejar la derrota del
Frente Nacional.
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