Anunció
ETA el viernes pasado, en medio de relativa sorpresa, su disposición al desarme
completo y unilateral, mediante un comunicado enviado al periódico francés Le
Monde, y que luego fue distribuido por medios de todo el mundo. En él ETA
anuncia un calendario de señalamiento de zulos a los gobiernos español y francés,
y con su pomposa retórica habitual, se erige en garante de un proceso que
autocalifica de histórico. Tras la última exhibición de desarme, que consistió
en un ridículo paripé que sólo generó chistes y burlas, trata ETA de darle algo
de solemnidad a uno de sus últimos actos como banda terrorista. No le
concedamos ni eso siquiera.
La historia de ETA, en gran parte
escrita a través de sus odiosos actos, es la de un fracaso absoluto. Junto con
la guerra civil y el franquismo compone lo peor del pasado siglo XX de nuestro
país. Su extensión más allá de las leyes de amnistía supuso el propósito explícito
de mantener una postura de violencia, terror y desprecio por los demás, que no
hizo sino acentuarse a lo largo de las siguientes décadas. ETA ha sido lo más
ruin y zafio de la España democrática, lo más repulsivo, y sus seguidores se
han mostrado como los más intolerantes y cobardes de entre los que nosotros han
existido. ETA comienza su declive muy tarde, no cuando se dio cuenta de que tenía
la batalla perdida, porque nunca la podía ganar, ni cuando sus miembros
empezaron a ver que el negocio en el que se habían metido era inviable, no. ETA
empezó a decaer cuando algunos sectores de la población vasca empezaron a hartarse,
a avergonzarse, a sentir como propio el dolor que ETA infringía en su entorno.
Manifestaciones de repulsa de ciudadanos anónimos, valientes, héroes en medio
de la nada, sin ningún respaldo político, social o económico. Las fuerzas vivas
de la sociedad, los políticos, los religiosos, los responsables sindicales, y
un largo etcétera de cargos y atribuciones, no estuvieron presentes al inicio
de la respuesta cívica contra el terror, un inicio en el que el componente
mafioso de la banda y su dominio de la sociedad, especialmente en los pueblos y
ámbitos pequeños, era casi total. Ganar la batalla a ETA fue un proceso de
reconquista de la libertad de la sociedad vasca y española, pero de la sociedad
en su sentido amplio, conformada por estamentos plurales, ocupaciones diversas,
rentas variadas, ideologías discrepantes, que nada tenían en común excepto la
sensación de opresión ante la dictadura terrorista. En aquellos años los
arsenales de ETA eran plenamente operativos, y sólo caían los que las fuerzas y
cuerpos de seguridad del estado lograban incautar, con mucha dificultad, y nula
cooperación por parte de quienes, pudiéndolo, en nada les ayudaban. La derrota
de ETA fue lenta, dura, desagradable, llena de momentos de dolor, de pena y
rabia, y de ninguna alegría. Cuando hace algunos años ETA anuncia el cese de su
actividad, ya muy descabezada, el único balance que queda de su trayectoria es
el de más de ochocientas personas asesinada, decenas de secuestrados, miles de
extorsionados, millones de euros en pérdidas, y lágrimas sin fin. Se empezaba a
cerrar un capítulo negro de nuestra historia que ha retratado a muchos, a pocos
ensalzando su figura, a tantos poniendo al descubierto su cobardía, a no pocos
con un buen saco de nueces como cosecha obtenida. Por eso que ahora, tras todo
lo sucedido, y que nada ni nadie podrá reescribir, por mucho que se intente,
por parte de algunas autoridades y partidarios de la banda, que ETA se pretenda
erigir en juez y parte del proceso de su liquidación resulta, cuando menos,
indignante. Y chusco, muy chusco. Casi nada de lo que haga ya los cuatro asesinos
que quedan al frente de ese fantasmagórico tinglado será tomado en serio, ni
tendrá relevancia alguna. Hace mucho, al menos medio siglo, que pasó su tiempo.
Lo que debe hacer ETA es anunciar
su disolución, pedir perdón y emitir un comunicado en el que reconoce que su
historia ha sido un fracaso, y que a todos aquellos a los que ha afectado en su
vida, sólo ha causado perjuicio. Sus presos, los últimos engañados, vuelven
poco a poco a una libertad tras sentir cómo gran parte de su vida ha sido un
fracaso, una mentira por la que fueron seducidos para ser usados como peones
del terror. Los arrepentidos muestran al resto el camino de lo que deben hacer
para redimir, moralmente, no judicialmente, sus penas. Y las víctimas, las
cientos, miles de víctimas, sólo recuerdan una placa de mármol bajo la que
yacen los suyos, o una esquina en la que el fanatismo nacionalista y xenófobo
de ETA los mató. Nada más. Sólo lágrimas y amargos recuerdos llenan sus
arsenales vitales.
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