Pocos lugares habrá más
turísticos y cargados de simbolismo oficial en Londres que el puente de Westminster
y los alrededores del Big Beng. Miles de personas transitan por ellos no cada
día, más bien cada hora, y suponen una de las estampas clásicas de lo
británico, tanto como postal de visita como representación de sus
instituciones. Allí está el Parlamento, uno de los más antiguos del mundo, la
estatua que homenajea a Winston Churchill, el héroe del pasado siglo XX, y la
abadía de Westminster, representación del poder eclesial y panteón de las
figuras notables del país. Atacar ese lugar es atacar el corazón de la nación.
Y
eso lo sabía muy bien el terrorista que ayer sembró el pánico en esa zona,
en una acción de la que aún quedan muchas cosas por saber, empezando por la
identidad del propio autor, pero que en su forma y procedimiento parece una
repetición de actos terroristas yihadistas como los llevados a cabo en verano
en Niza y a las puertas de la Navidad en Berlín. El balance de muertos, cinco
contando el del propio terrorista, es menor que en aquellas ocasiones (siempre
será demasiado elevado ante la presencia de una sola muerte) debido también a
las restricciones de tráfico que imperan en la zona, que impiden el paso de
vehículos pesados. El atacante recurrió a un coche, un simple y vulgar coche,
para embestir a algunos de los muchos paseantes o turistas que se encontraban
en ese momento en las aceras del puente, camino al Big Beng, y allí es donde
causó el mayor número de víctimas, tres, dejando numerosos heridos, algunos de
los cuales se debaten en estos momentos entre la vida y la muerte. Tras ese
primer impacto mortal la carrera del asesino es corta, y llega hasta la valla
del complejo parlamentario, donde estrella el coche y sale corriendo, cuchillo
en mano, en busca de otra víctima, que resulta ser un policía, desarmado, que
custodiaba el lugar. Las heridas que le causa son mortales, pese
a la asistencia de los sanitarios y de un parlamentario, cuya imagen ha dado la
vuelta al mundo. Para entonces el pánico ya es total en la zona, la sesión del
Parlamento, que se desarrollaba en el interior del complejo, es suspendida, y
miles de empleados y turistas son forzados a encerrarse en los edificios cercanos
hasta que pase el peligro. El terrorista es abatido por las fuerzas de
seguridad y comienza tras ello la instauración de un perímetro de seguridad, la
búsqueda de pistas y posibles cómplices y la extensión de los nervios. La
secuencia de actos podría haber sido distinta, pero esta es la que sucedió, y
fuera cual fuese la escogida por el atacante, estaba condenada a terminar con
su muerte a los pies del que quizás sea el lugar más vigilado de todo el Reino
Unido, en dura competencia con el cercano Palacio de Buckingham. De hecho, que
el atentado de haya producido precisamente ahí ya es una señal de advertencia,
un recordatorio que nos muestra hasta qué punto es cierta esa frase que repetimos
como mantra de que la seguridad total no existe. Ni en el corazón de la ciudad,
ni allí donde las patrullas de seguridad son constantes, y su vigilancia
extrema, la seguridad será plena, parece querer gritar el atacante con sus
actos, actos que por su diseño y ejecución no requieren ni logística ni
presupuestos ni medios ni nada que genere unas pistas o señales dignas de
rastreo. Tan solo hace falta la voluntad de matar, la creencia paradisiaca de la
vida en el más allá tras la segura muerte y el odio fanático, sembrado por
aquellos que no atentan pero mandan, basado en una pervertida idea de la religión.
Un atentado como el de ayer sólo es evitable levantando muros y vaciando
espacios. Impidiendo que nadie se encuentre en el lugar. Es absurdo, es duro de
admitir, es frustrante.
Hoy Londres seguirá siendo un
caos, un poco más de lo habitual en una ciudad que tienen un tráfico infernal. La
investigación avanzará y empezaremos a conocer nombres, perfiles, historiales,
antecedentes e historias relacionadas con el autor del atentado y sus posibles
colaboradores o amigos. Seguramente veremos lugares comunes a otros hechos de
este tipo, procesos de adoctrinamiento similares, fanatismo religioso, rigorismo
islamista en alguna de sus versiones, y puede que nos volvamos a encontrar ante
la sensación de que algo hemos hecho bien, en lo que hace a la seguridad, al
lograr impedir que sujetos como este hayan accedido a armamento o explosivos,
pero nos volveremos a enfrentar ante el ciego fanatismo, que mata con lo que tenga
a mano, porque es su destino, aunque sólo sean las manos sus armas.
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