Ruinas, ruinas y más ruinas.
Cascotes que lo invaden todo, procedentes de lo que un día fueron edificios y
que hoy apenas se pueden distinguir de las contiguas montañas de escombros que
flanquean las calles, en las que el firme no es irregular, sino inexistente.
Fusionado con el entorno, la trama urbana es impracticable, llena de residuos,
pedruscos, chatarra y restos de batalla que lo llenan todo. Cadáveres por
doquier y cientos, miles de personas, que han vivido durante los últimos años
en esa ciudad y que ahora huyen de sus ruinas sin apenas nada puesto,
famélicas, deshechas, con sus cuerpos y almas a juego con el paisaje de
destrucción que les rodea.
A finales del verano pasado el
ejército iraquí comenzó la batalla de Mosul, la segunda ciudad de Irak, su capital
en el norte, una urbe de dos millones de habitantes, la más poblada de entre
las dominadas por el maldito DAESH. Los islamistas se hicieron con el control
de la ciudad en el verano de 2015, cuando escasos pero bien armados,
irrumpieron por sus calles y el ejército de Irak huyó de una manera cobarde y
escandalosa. Casi sin pegar un tiro los fanáticos se hicieron con una gran
ciudad, toda su población y sus enormes recursos, entre ellos mucho armamento,
abandonado por quienes presuntamente tenían que defender a sus moradores de los
salvajes. Fue en Mosul, en una de sus mezquitas más antiguas y valiosas, donde
Al Bagdadí proclamó el califato en 2015, en ese vídeo que seguramente muchos de
ustedes han visto, en el que el clérigo, orondo y vestido de negro, proclama
una salmodia que, con el tiempo se ha traducido en dolor y sangre por medio
mundo. Como síntoma de lo que vendría, las tracerías y bellas figuras geométricas
que enmarcan la imagen del presunto califa son ahora mismo parte de esas ruinas
que alfombran Mosul, dado que los fanáticos de DAESH volaron hace una semana la
mezquita en la que están tomadas esas escenas. Volaron sus cúpulas, salas de
oración y minarete, muy antiguo este, del siglo XII, y famoso por estar
inclinado. ¿Acaso hay mayor afrenta al islam que la destrucción de uno de sus
templos más antiguos? Pues ese es el último “servicio” prestado por estos
salvajes a la religión a la que dicen servir y no hacen más que mancillar y violar.
Nueve meses han sido necesarios para la reconquista de la ciudad, que ahora no
es sino un campo de escombros y refugiados, demostrando por un lado que es
posible ganar al terrorismo de DAESH sobre el terreno pero, también, poniendo
de relieve que esa victoria ha venido tras una batalla de crueldad, desgaste y
salvajismo difícil de imaginar, en la que los muertos se cuentan por miles (de
hecho hace tiempo que se han dejado de contar) y los civiles no han sido sino
carne de cañón, escudos utilizados por los fanáticos para retrasar el avance de
las tropas iraquíes. ¿Se
puede hablar de victoria en este contexto? Supongo que la lógica obliga a
decir que sí, pero la realidad y las imágenes que se nos muestran más bien
apuntan a que poca cosa se ha conquistado. Las crónicas de algunos enviados especiales,
periodistas freelance que se han jugado la vida entre esas calles, por
llamarlas de alguna manera, contando lo que veían, eran aterradoras. Mosul
parecía una reedición de Stalingrado, con el ardiente sol sustituyendo al frío
ruso, y sin frentes claros, pero con las mismas tácticas de desgaste, las
mismas sucias estrategias y, claramente, los mismos y asesinos resultados. Ahora
mismo la ciudad, como lo fue Stalingrado, no es más que un inmenso cementerio, en
el que la trama urbana no hace sino disumular el aspecto de camposanto.
¿Y ahora, qué? El ejército iraquí
tratará de desactivar aquellos grupúsculos de resistencia islamista que aún
persistan en la ciudad y en lo que quede de territorio del país, y el delirio
de un territorio sometido a los designios de DAESH se derrumbará, quizás a la
misma velocidad a la que se levantó en las arenas de Siria e Iraq. Pero no nos
engañemos, el fruto del delirio de Al Bagdadí y los suyos, que pueden estar
muertos o no, ha prendido en muchas comunidades islamistas, de allí y de aquí,
y no son pocas las manos y mentes que, en Siria, París o Mallorca, planean
actos de honor para defender una fe por la que dar la vida y quitársela a los
infieles. Una fe, pervertida, que yace bajo las filigranas convertidas en polvo
de la mezquita de Mosul. Porque ese es el destino de todo lo tocado por el
fanatismo, la destrucción.
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