12 julio. Hace veinte años lucía
en Bilbao, y en todo el País Vasco, un sol espectacular, radiante, que elevaba
la temperatura hasta unos límites veraniegos no muy habituales. Toda la
luminosidad de aquel día, reflejada en cristales, fachadas y cualquier soporte,
hasta ser cegadora, contrastaba de una manera absoluta con la negritud del
ambiente, con la opresión del momento, con la sensación de congoja absoluta que
dominaba a buena parte de la sociedad vasca, que veía como una sentencia de
muerte caía de manera inapelable contra una víctima a la que, por primera vez,
vio como suya. Fue Miguel Ángel Blanco el primero de los asesinados que se
consideró “nuestro”. Esa fue su distinción.
Acudí esa mañana a la
manifestación de Bilbao, la mayor realizada en la ciudad, a sabiendas de la
absoluta inutilidad de aquel acto. Muchos éramos conscientes de que, fuéramos
millones o sólo una, ETA no iba a cambiar de actitud y la ejecución de Miguel
Ángel Blanco era inevitable. Sólo había un resquicio de esperanza en que los
cuerpos de seguridad lo encontraran, pero el plazo de tiempo tan reducido, la
sólida infraestructura con la que contaba ETA en aquel momento, su extensa y
abundante red de cómplices y chivatos jugaban tan en contra que un éxito
policial sería equivalente a un premio de lotería. Y normalmente la lotería no
toca. Deambular por las calles de Bilbao en compañía de tantas y tantas
personas anónimas, unidas por el desgarro, nos hizo bien a los presentes, y nos
sirvió de terapia ante lo que vendría después, que todos sabíamos. Pero fue un
acto inútil, tan inútil como todas las concentraciones que hacíamos los cuatro
gilipollas que nos juntábamos cuando había asesinatos, o bien en la facultad o
en la plaza de Elorrio, siempre con la mafia etarra en frente. Solos,
abandonados, muertos de miedo en las concentraciones del pueblo, y a sabiendas
de la absoluta inutilidad de aquellos actos. El asesinato de Miguel Ángel Blanco,
su ejecución, la nueva pena de muerte impuesta por la dictadura etarra, rompió
algunas de las costuras de la anestesiada sociedad vasca e, igualmente, la del
resto de España. Por primera vez la rabia ante el terrorismo se expresó en la
calle, la dictadura del miedo, ejercida con una eficacia industrial, se
resquebrajó, y durante unos días, unas semanas, la sociedad respiró, se atrevió
no sólo a salir a la calle, sino a mirar a los ojos de los asesinos, de sus cómplices,
de sus amigos y de todos sus serviles, y llamarles como lo que eran, Cobardes,
asesinos, traidores a las ideas que pretendían imponer. Esa revuelta se dio en
llamar “Espíritu de Ermua” y duró algún tiempo, pero desde el principio los
asesinos, y sobre todo los que medraban gracias a ellos, vieron el peligro real
de ser derrotados, y no tardaron en rehacer su estrategia para desactivar esa
movilización, para acusarla de “crispar”, de “enfrentar” y de otra serie de epítetos
que, usados por ellos, se convertían en sarcasmos tan fríos como la sangre
olvidada de muchos muertos del pasado. ETA siguió matando, fueron más de
setenta los asesinados posteriores a Miguel Ángel Blanco que tuvieron que
quedar en fosas, nichos y urnas hasta el momento en el que la mafia, extenuada,
perseguida y desarbolada, decidió retirarse, pero ya nada sería igual. Las
siguientes concentraciones a los sucesos de Ermua, las manifestaciones al
posterior asesinato, contaron con la presencia de más gilipollas que en las
anteriores, y poco a poco unos valientes decidieron que ya nunca se esconderían,
que no se callarían ante el terror de la banda y las maniobras de los secuaces.
Los chivatos siguieron trabajando, aún hoy algunos lo hacen, y muchos políticos
se encargaron de que aquellos días no perturbaran la cosecha de nueces que, de
manera regular, obtenían de un árbol que, por derecho de raza y sangre, sólo
era suyo. Algo cambió entonces, en aquel soleado y oscuro día de julio.
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