miércoles, julio 12, 2017

Veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco

12 julio. Hace veinte años lucía en Bilbao, y en todo el País Vasco, un sol espectacular, radiante, que elevaba la temperatura hasta unos límites veraniegos no muy habituales. Toda la luminosidad de aquel día, reflejada en cristales, fachadas y cualquier soporte, hasta ser cegadora, contrastaba de una manera absoluta con la negritud del ambiente, con la opresión del momento, con la sensación de congoja absoluta que dominaba a buena parte de la sociedad vasca, que veía como una sentencia de muerte caía de manera inapelable contra una víctima a la que, por primera vez, vio como suya. Fue Miguel Ángel Blanco el primero de los asesinados que se consideró “nuestro”. Esa fue su distinción.

Acudí esa mañana a la manifestación de Bilbao, la mayor realizada en la ciudad, a sabiendas de la absoluta inutilidad de aquel acto. Muchos éramos conscientes de que, fuéramos millones o sólo una, ETA no iba a cambiar de actitud y la ejecución de Miguel Ángel Blanco era inevitable. Sólo había un resquicio de esperanza en que los cuerpos de seguridad lo encontraran, pero el plazo de tiempo tan reducido, la sólida infraestructura con la que contaba ETA en aquel momento, su extensa y abundante red de cómplices y chivatos jugaban tan en contra que un éxito policial sería equivalente a un premio de lotería. Y normalmente la lotería no toca. Deambular por las calles de Bilbao en compañía de tantas y tantas personas anónimas, unidas por el desgarro, nos hizo bien a los presentes, y nos sirvió de terapia ante lo que vendría después, que todos sabíamos. Pero fue un acto inútil, tan inútil como todas las concentraciones que hacíamos los cuatro gilipollas que nos juntábamos cuando había asesinatos, o bien en la facultad o en la plaza de Elorrio, siempre con la mafia etarra en frente. Solos, abandonados, muertos de miedo en las concentraciones del pueblo, y a sabiendas de la absoluta inutilidad de aquellos actos. El asesinato de Miguel Ángel Blanco, su ejecución, la nueva pena de muerte impuesta por la dictadura etarra, rompió algunas de las costuras de la anestesiada sociedad vasca e, igualmente, la del resto de España. Por primera vez la rabia ante el terrorismo se expresó en la calle, la dictadura del miedo, ejercida con una eficacia industrial, se resquebrajó, y durante unos días, unas semanas, la sociedad respiró, se atrevió no sólo a salir a la calle, sino a mirar a los ojos de los asesinos, de sus cómplices, de sus amigos y de todos sus serviles, y llamarles como lo que eran, Cobardes, asesinos, traidores a las ideas que pretendían imponer. Esa revuelta se dio en llamar “Espíritu de Ermua” y duró algún tiempo, pero desde el principio los asesinos, y sobre todo los que medraban gracias a ellos, vieron el peligro real de ser derrotados, y no tardaron en rehacer su estrategia para desactivar esa movilización, para acusarla de “crispar”, de “enfrentar” y de otra serie de epítetos que, usados por ellos, se convertían en sarcasmos tan fríos como la sangre olvidada de muchos muertos del pasado. ETA siguió matando, fueron más de setenta los asesinados posteriores a Miguel Ángel Blanco que tuvieron que quedar en fosas, nichos y urnas hasta el momento en el que la mafia, extenuada, perseguida y desarbolada, decidió retirarse, pero ya nada sería igual. Las siguientes concentraciones a los sucesos de Ermua, las manifestaciones al posterior asesinato, contaron con la presencia de más gilipollas que en las anteriores, y poco a poco unos valientes decidieron que ya nunca se esconderían, que no se callarían ante el terror de la banda y las maniobras de los secuaces. Los chivatos siguieron trabajando, aún hoy algunos lo hacen, y muchos políticos se encargaron de que aquellos días no perturbaran la cosecha de nueces que, de manera regular, obtenían de un árbol que, por derecho de raza y sangre, sólo era suyo. Algo cambió entonces, en aquel soleado y oscuro día de julio.

Hoy, veinte años después, ETA quiere convertir su derrota en una historia de lucha liberadora, y cuenta con no pocos siervos que le hacen el trabajo para que así sea. La división política ante el recuerdo y homenaje de unos días de libertad democrática muestra hasta qué punto el sectarismo se ha instalado en las mentes de algunos, que siguen viendo ideologías y afiliaciones en lo que fue un asesinato, la ejecución de un hombre. Y nuevamente la dirigencia y sus representantes demuestran que, como ha sucedido a lo largo de casi toda la batalla contra el terrorismo, no están a la altura de la sociedad en la que viven. Mucho, muchísimo, hemos mejorado desde aquel horrendo julio, pero el fanatismo que alimentó aquellos crímenes sigue agazapado. La amenaza terrorista ha mutado en yihadismo. Y seguimos haciendo inútiles, pero necesarias, manifestaciones de condena y repulsa frente al terror.

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