Vamos hoy con uno de los factores
de los que ayer hablaba en relación a EEUU y que también se da, y con mayor
fuerza si cabe, entre nosotros, que es la caída estrepitosa de la natalidad y
el envejecimiento de la población. Merece mucho la pena leer con
detalle la última nota del INE referida a la población en España, publicada
hace menos de un mes, en la que se describe como el número de residentes
aumenta, 88.867 en el último año, crecimiento que se da por primera vez desde
2011. La recuperación económica también se nota en esta variable. Redondeando,
somos 46 millones y medio de personas en el país, tamaño medio alto en el
contexto europeo, ínfimo a nivel global.
La población puede crecer por dos
motivos, porque nacen más de los que mueren, que es el llamado crecimiento
vegetativo, o porque vienen más personas al país de las que se van, sean
nacionales o extranjeras, vía migraciones. La combinación de ambas nos da en
2016 ese saldo positivo de casi noventa mil personas, pero señala el INE que el
aporte vegetativo es, asómbrense, negativo. Es decir, se mueren más personas de
las que nacen, concretamente 259, que parece poco, pero que es tremendo.
Respecto a las migraciones, se reduce el número de españoles que dejan el país,
principalmente por motivo económico, pero aun así son más los que se van de los
que vuelven, lo que da un aporte negativo de -23.540. Dirá usted, querido
lector, que si tenemos dos cifras negativas, vamos a necesitar una tercera
positiva para que al final el saldo genere el valor de cerca de noventa mil al
que antes me refería, y así es. Es 112.266 el saldo neto positivo que se queda
en España entre los extranjeros que se marcharon, algo menos de doscientos
cincuenta mil, y los que vinieron, algo más de trescientas cincuenta mil. En
resumen, hemos ganado población, lo que es bueno, poniendo fin a una sangría de
seis años continuados de descenso, pero esta ganancia no se debe tanto a
nosotros mismos como a los que han decidido venir a vivir con nosotros. El
saldo negativo del crecimiento vegetativo muestra, otra vez, que la natalidad
española sigue derrumbada en uno de los niveles más bajos del planeta, y esto
se traduce en un constante envejecimiento de la población. Cada vez nacen menos
niños, los ancianos logran vivir hasta edades cada vez más elevadas y,
obviamente, los inmigrantes que llegan suelen tener más edad que los recién
nacidos, por lo que la edad media de la población no deja de crecer, y la
presunta pirámide de población, a la que habrá que dejar de llamar de esa manera,
se convierte cada vez más en un tronco, camino de un árbol de apenas raíces y
lleno de amplias y longevas ramas. Las causas de este fenómeno, que se da con
mayor o menor intensidad en todas las sociedades modernas, son múltiples, y
tienen tanto que ver con motivos de comodidad y sanidad (es muy raro que se
muera un niño, afortunadamente) como por la estructura económica, la
imposibilidad de compatibilizar la maternidad con el trabajo, los horarios de
imposible conciliación, los contratos precarios y otras causas que ustedes
conocen perfectamente. Las consecuencias de este proceso de envejecimiento son
enormes, empezando por la rígida inercia que poseen las variables demográficas.
Al igual que un gran tren, que tiene que empezar a frenar mucho antes de
aproximarse a la estación para que cuando llegue a ella esté quieto, modificar
el rumbo de la demografía requiere tiempo y cambios sostenidos en las
variables. Sólo conseguiríamos rejuvenecer nuestra población con unas tasas de
maternidad que duplicaran a las actuales, y así se mantuvieran durante quizás
varias décadas, o permitiendo la entrada en el país de muchísima población
inmigrante joven. Y sinceramente no creo que ninguna de estas dos alternativas
se de en nuestra realidad sea cual sea el plazo que utilicemos para medirla.
Una sociedad envejecida cambia
sus prioridades, destina más dinero a sanidad que a educación, a ahorrar que a
invertir, a protegerse que a innovar, se muestra más recelosa de un futuro que observa
ya aquí y con temor frente a una joven, que se le antoja largo y esperanzador.
Las consecuencias económicas y sociales de un envejecimiento continuado son
enormes, y muchas de ellas se nos escapan. Japón, como país precursor en tantas
cosas, que limita la inmigración desde antaño, se enfrenta a pérdidas de
población continuadas y a un desarrollo de robots asistenciales para cubrir las
necesidades de su sociedad, cada vez más senecta. Y su economía se aletarga
poco a poco. ¿Será así nuestro futuro? ¿cómo gestionaremos este problema?
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