Nos escandaliza la corrupción, de
puertas a fuera, pero la consentimos y practicamos si no nos ven, y esa es la
causa profunda de su existencia. La avaricia humana, innata, puede
descontrolarse, y si no hay unos frenos, en forma de leyes, presión social o
sistemas por el estilo, crece hasta hacerse con todo lo que encuentre a su
alcance. Está presente en todos los regímenes políticos, estamentos sociales e
instituciones, y la diferencia entre todos estos tipos de estructuras es la
manera más o menos diligente, más o menos activa, más o menos efectiva, con la
que luchan contra la corrupción. Porque estar está. Pregúntese usted qué haría
de ocupar un cargo de responsabilidad púbica y poder optar a corromperse. Y no
se mienta.
En el caso del deporte, y en
particular de eso llamado fútbol, hay dos matices importantes en lo que hace a
la corrupción. Una es la casi absoluta impunidad con la que se desarrolla, a
veces tanta que se practica cara al público, sin tapujos, de forma obscena y
hasta con alardeo. Dirigentes, jugadores y miembros de los equipos de fútbol
tejen redes de influencia con políticos y demás estamentos de poder, que están
encantados de acudir a esos palcos en los que se ve mejor un partido y, sobre
todo, se reparten mordida, amaños e influencias. Hace mucho que los presidentes
de los equipos dejaron de tener un aire de mafiosos de serie B para parecer,
directamente, mafiosos de serie de pago por visión. Los jugadores, que cobran
millonadas inimaginables, llevan trenes de vida que ríase usted del AVE, en
competición permanente sobre quién es capaz de mostrarse más derrochón y
presumir de una manera más absurda de dilapidar su fortuna, todo ello aderezado
con contratos de representación y de otras figuras jurídicas que, lo único que
buscan, es darle un aire de legalidad a lo que a todas luces no lo es. En este
reino de la impunidad, el que no roba es porque no quiere, y es tachado de
tonto por todos los demás, casi lo mismo que sucedía en el consejo de
administración de Bankia con las famosas tarjetas black, que fueron usadas por
casi todos, excepto tres personas que eran tachadas de pringados por el resto.
Pero aquel comportamiento, corrupto, se hacía de manera oculta, para que no
trascendiera, a sabiendas de que no había impunidad. En el caso del fútbol, como
les insisto, todo la corruptela es obvia. La segunda diferencia, que es la
causa de la primera, es la no recriminación social del delito, la aceptación
por parte del grueso de la ciudadanía de que esa corrupción no es importante,
que lo que importa son los títulos y los colores, y las estrellas que portan
las camisetas. Hemos visto desfilar a presuntos corruptos en juicios relacionados
con la estafa de las cajas de ahorro o de la financiación de los partidos políticos,
que eran esperados a la entrada de los juzgados por ciudadanos indignados que
los abucheaban e insultaban. Y hemos visto a jugadores de fútbol y
representantes acudiendo a los mismos juzgados, acusados por causas muy
similares, recibiendo aplausos por parte de aficionados, alientos y vivas que
salían de gargantas poseedoras de bolsillos en los que esos “héroes” habían
metido la mano, como lo hicieron los ejecutivos de las cajas. Alcaldes y cargos
políticos de toda ideología y rango se desviven para defender a los jugadores
que portan la imagen de su ciudad o territorio, y no dejan de firmar acuerdos
en los que cientos de millones de dinero público se desvían para obras
inacabables que permiten que los estadios de fútbol reluzcan siempre como
nuevos y que sólo puedan ser usados por sus equipos titulares, expropiando así
el dinero de todos para un fin privado, mientras algunas infraestructuras públicas
adolecen de mantenimiento que no se presta “porque no hay recursos”. Y no es
demagogia esto que escribo, no, sino el simple reflejo de una realidad que
demuestra que allí donde hay dinero, más surgirá.
La
detención de Villar, con casi tres décadas de dominio absoluto,
descontrolado, sin supervisión alguna al frente del organismo encargado de la
gestión del fútbol en España es cualquier cosa menos una sorpresa. Villar es el
clásico ejemplo de cacique que ha logrado una cuota de poder y que a partir de
ahí ha hecho todo lo posible para mantenerse en él y socavar recursos en su
beneficio. Es una “élite extractiva” de primera división en la terminología de
Acemoglu y Robinson, perfecto ejemplo de impunidad, de compra de voluntades,
sobornos y amaños, todo con el presunto por delante, que eran conocidos por
muchos, casi tantos como los beneficiados por esa auténtica trama que, amparada
en “los colores” nadie denunciaba. Corrupción de libro.
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