Las cosas no avanzan en
Venezuela, país que sigue envuelto en una ola de conflictividad social que deja
un reguero de muertos, daños materiales y una paralización que hunde aun más su
maltrecha economía, que presenta algunos de los peores registros macroeconómicos
de todo el planeta. Al frente de la misma, y de todo lo demás, sigue instalado
el régimen chavista, madurista podría denominarse ahora, sumido en la falacia
de una revolución que hace mucho tiempo dejó de ser tal para convertirse en una
dictadura más o menos dura, que alienta ataques contra políticos,
parlamentarios y todo aquel que disienta de lo que Miraflores, el palacio
presidencial, dictamina como verdadero. Visto desde fuera, el panorama cada vez
es peor.
Este fin de semana el gobierno de
Maduro ha levantado un poco la mano y aliviado el castigo que impuso a Leopoldo
López, uno de los líderes opositores, tornando su prisión por arresto domiciliario.
Condenado a una grave pena de cárcel en un juicio sin garantías, por una
acusación oscura, López empezaba a ser un problema en la cárcel para el régimen,
dada la notoriedad de sus protestas, y las crecientes condenas internacionales,
tanto de países como de organizaciones defensoras de los derechos humanos, que
no cesaban de advertir cómo entre rejas su vida empezaba a correr peligro. Para
algunos ha sido un gesto de magnanimidad del chavismo, para otros, de
debilidad, y yo me inclino a pensar más por la segunda opción. Pese a estar confinado
en casa, López puede movilizar con mayor fuerza a sus seguidores y mantener el pulso
a las huestes violentas que hacen el trabajo sucio a un chavismo que,
oficialmente, se desentiende de ellas pero que, en la práctica, consiente su
actuación y busca la manera de apoyarlas. Estas imágenes de enfrentamientos
continuos por las calles son tristes y reflejan la profunda, quizás ya
irreversible, división que se vive en el país, división que hace cada vez más
difícil la salida del problema político. El régimen enrocado enarbola su
fantasmal asamblea constituyente para reformar la constitución y perpetuarse en
el poder con una estrategia que está siendo imitada por otros iluminados como
los soberanistas catalanes. Frente a ellos, la oposición, que posee una gran
fuerza en la calle pero muy poco peso en los estamentos de poder del país, y que
sabe que, de llevar a cabo sus planes de reforma, las elecciones en las que
puede mostrar su fuerza dejarían de existir como tales, y la asamblea
legislativa sería borrada del mapa, no de una manera tan burda como pretendían
los violentos que la asaltaron la semana pasada, pero sí de una manera mucho más
efectiva. Y en medio de todo está el ejército, el gran poder del país, acostumbrado
a poner y quitar dirigentes. No olvidemos que Chávez era, sobre todo, un
militar golpista. ¿Qué opina el ejército de lo que pasa ahora en el país? ¿Está
dividido? ¿Va a consentir que el estado de revuelta social se perpetúe? ¿Acabará
dejando sólo a Maduro, que se ha mostrado como un fracaso en todos los
aspectos? ¿Se dividirá como la propia sociedad? No tengo respuesta para ninguna
de estas preguntas, pero lo único que veo probable es que, de seguir la situación
actual, tendrá que acabar tomando postura por uno u otro bando, o por una
tercera alternativa, que sería la del golpe clásico y la instauración de un
estado de orden bajo una tercera figura. En todo caso su papel actual de
observador de la situación cada vez es más incómodo y difícil de sostener. La
propia deriva de la crisis venezolana, que no deja de ir a más, le impedirá
seguir estando sin pronunciarse. Y no perdamos de vista el precio del petróleo,
el recurso básico para la economía nacional, que sigue bajo mínimos y drena
toda posibilidad de aumentar los ingresos para el país y sus habitantes.
Los ejercicios de mediación internacional,
en los que ha participado activamente, entre otros, el expresidente ZP, se han
saldado con escasos resultados, dado el avispero en el que se ha convertido el
país. Los pudientes de Caracas están optando por dejar su ciudad, y no pocos
vienen a Madrid, en una entrada de capitales que ya nota, y con fuerza, el
mercado inmobiliario de barrios como el del Salamanca, pero la inmensa mayoría
de los venezolanos siguen allí, angustiados por su futuro y muy preocupados por
su convulso presente. Es muy difícil saber lo que acabará pasando, pero lo ya
sucedido es bastante triste, en una nación de riquezas naturales tan inmensas
como desigual y nefastamente gestionadas. Pobre Venezuela, pobres sus
ciudadanos. Ojalá el régimen de paso a una apertura de verdad, la situación se
calme y el país logre reconstruirse. Lo merece y necesita.
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