El día de reyes recordábamos el segundo aniversario del asalto que tuvo lugar en Washington al Capitolio de EEU por parte de una turba de exaltados trumpistas, arengados desde la distancia por su líder, que aún se sentaba en la Casa Blanca. Escenas que mezclaban lo cómico con lo trágico, que suponían el primer intento serio de golpe de estado en la historia norteamericana y que se saldaron con varios muertos entre el personal de seguridad del complejo legislativo, daños materiales abundantes y la sensación de que la fragilidad de lo que consideramos seguro es mucho mayor de lo que sospechábamos. Aún hoy el proceso federal contra los líderes de aquella marabunta sigue y han caído ya algunas de las muchas condenas que acabarán dictándose.
Por ello resulta triste comprobar que, tras ese grave ejemplo, la masa populista no aprende y reitera sus embestidas. De una manera muy similar, hordas de bolsonaristas, enfundados en los colores de la bandera brasileña, realizaron ayer un ejercicio casi idéntico de asalto al poder en Brasilia, la capital administrativa del país. En el diseño moderno de la urbe, fruto de Oscar Neymeyer, la plaza de los tres poderes aglutina las sedes del ejecutivo, legislativo y judicial, y eso permitió a los manifestantes hacerse con los tres de golpe. El dispositivo de seguridad existente, reforzado desde antes de la toma de posesión de Lula de este uno de enero en previsión de que pasase “algo” se reveló completamente insuficiente y, sin que se tenga noticia de fallecidos, los antidisturbios fueron claramente superados por la masa, que asaltó los edificios y se dedicó a vandalizarlos. ¿Con qué objetivo? Chapuceramente, sí, pero con el de dar un golpe y derrocar al poder establecido que se ejerce desde ese lugar. En ese momento Lula no se encontraba en sus oficinas, por lo que su integridad no corrió peligro en ningún momento, pero la experiencia de Washington demostró que el cargo de los legisladores que se encontraban en el lugar asaltado no les sirvió de protección, más bien al contrario. Hay algunas diferencias entre los dos asaltos, más allá de la ausencia de personajes vestidos con cornamentas en uno y no en otro. La principal es el papel pasivo adoptado por el líder de la marabunta en el caso brasileño. Bolsonaro, que está en Florida desde antes de la toma de posesión de Lula, no ha arengado a los suyos a hacer eso, aunque ha creado el caldo de cultivo para que el evento se produzca. Su no presencia en el acto de transmisión del poder es una anormalidad, y un mensaje de no reconocimiento pleno de la legitimidad de su adversario y el nuevo poder que se constituye. En todo caso, las semejanzas entre ambos movimientos son tan obvias que no tiene sentido minimizarlas, y también es enorme la gravedad de los hechos. Fracasados ambos, afortunadamente, son intentos de golpe de estado, de subversión del orden constitucional por la fuerza frente al procedimiento democrático. Son intentos violentos de hacerse con el poder amparándose en “el pueblo” al que el líder de turno no deja de invocar. Son marejadas de fanáticos movidas y alentadas desde las tribunas de quienes actúan como salvadores de la patria que buscan destruir no ya al adversario, que también, sino al propio sistema constitucional que allí, y aquí, garantiza la pluralidad y la legalidad, es decir, el respeto a la ley, la limitación del poder y el procedimiento para ser traspasado. El que estos intentos hayan fracasado, como lo hizo también entre nosotros el golpe del 23 de febrero de 1981 o el golpe independentista catalán de octubre de 2017, limita sus consecuencias, pero no reduce en lo más mínimo su gravedad. Cuando desde el poder se plantea la rebelión frente a la norma se está ante el más grave de los males posibles, porque desde ese poder que se resiste a caer se manejan estructuras y medios que pueden hacer mucho daño a la legalidad vigente y, desde luego, a ciudadanos individuales, que pueden morir en tumultos y algaradas provocadas por los violentos que ese poder alienta. El golpe de estado busca romper la convivencia para imponerse sobre la ley, y siempre debe ser condenado.
El Capitolio, el complejo de Planalto, el Congreso de los Diputados… esos lugares recogen algo que es consustancial a los templos, el acoger un hecho trascendente, un ritual asociado a algo más grande que los individuos que los ocupan. Deben, por ello, ser tratados con el respeto debido por sus ocupantes legales y por todos los demás. El populista ansía convertirlos en papel mojado, en teatro, porque la legitimidad que ahí se recoge como resultado de unas elecciones es suplantado por la voluntad del líder, su camarilla y la masa que, enardecida, se postra a sus pies. Todos los populismos, se vistan con la presunta ideología que quieran, son iguales. Sólo buscan un caudillismo totalitario. El populismo es una de las mayores amenazas de nuestras democracias. Siempre tendremos que estar vigilantes ante él. Siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario