Ayer, durante varias horas, se vivió un caos aéreo en EEUU como no se recordaba desde el 11S. Un fallo informático en el sistema nacional de seguimiento aéreo impedía comunicar a los vuelos nacionales mensajes de seguridad o advertencia, tanto ante problemas meteorológicos en ruta como otras advertencias. Viendo que la cosa no se arreglaba, las autoridades ordenaron el aterrizaje de todos los vuelos nacionales que estaban en curso en ese momento e impidieron los despegues. El fallo se pudo arreglar tras varias horas de intentos y tras ello, se reanudaron las operaciones. Se imaginarán que el caos y los enormes retrasos acumulados van a tardar días en absorberse.
No están claras las causas de qué es lo que ha fallado, y lo primero que han hecho las autoridades federales es advertir de que no estamos ante un ciberataque o similar, sino a un error propio, de origen desconocido, que debe ser investigado. La idea de desmentir la posibilidad de que estemos ante un ataque informático ha sido en lo que más énfasis han puesto los que han respondido ante los medios, seguramente por la sensación de que pudiéramos estar ante una respuesta de háckers rusos en el contexto de la guerra de Ucrania, y es más alarmante ser atacado que fallar por causa propia. No se lo que habrá detrás de lo sucedido, pero no es, a mi modo de ver, lo más significativo. Lo relevante del hecho es constatar, nuevamente, que vivimos en un mundo en el que la tecnología de lo virtual se ha hecho por completo con el control de todo, y es la que permite que la tecnología real y el mundo real asociado funcionen. No estábamos ayer ante un problema meteorológico, como sucedió en navidades en gran parte de EEUU, que obliga a dejar en tierra muchos aviones porque todo está nevado, o a un fallo material en un elemento o pieza, como pasó con los 737 MAX de Boeing, sino ante un problema de un software de los sistemas de control de la autoridad aérea. Como en todo sistema que se precie, la estabilidad y vulnerabilidad del mismo depende de cada uno de sus componentes y de las interacciones que se den entre ellos, y está cada vez más claro que el software y, en general, todo lo relacionado con la informática, es ya la base de nuestra vida diaria, lo que la hace posible y nos permite realizar cada una de las tareas que consideramos normales. El proceso de digitalización exponencial al que está sometido la sociedad convierte, a cada día que pasa, procesos que antes eran meramente analógicos en extensiones de lo digital. A veces de manera absurda y sin que suponga avances reales, como las infinitas funciones de seguimiento del cuerpo que ofrece un reloj inteligente, que si dejan de proporcionarnos no pasa nada, pero en la mayoría de los casos estamos ante cosas mucho más serias. La disrupción de la sociedad que pueden suponer averías o ataques intencionados contra infraestructuras críticas es algo que ha pasado de ser tema de estudio por parte de los expertos en seguridad física al pleno dominio de los informáticos. No es necesario poner una bomba que inutilice una gran cañería para causar un problema de abastecimiento de agua en una ciudad. Si inserto un código malicioso en el software que controla los sensores y bombas de la red y me hago con su control puedo, literalmente, cortar el grifo de toda una urbe sin una sola explosión ni reventón. Y así miles y miles de ejemplos en los que la vulnerabilidad más crítica se sitúa no tanto en el mundo de los repuestos y la operación física como en el control del software que determina cómo se comportan esas infraestructuras.
¿Es malo que dependamos tanto de lo digital? No, ni mucho menos. Es la evolución natural de una tecnología que ofrece enormes posibilidades, pero que, como todo, no está exento de riesgos y problemas. La capacidad de gestionar y optimizar la red de agua que antes comentábamos sólo es posible mediante de la digitalización de sus sistemas, lo que permite ahorros en el consumo de recursos y aumentar la vida útil de los componentes que trabajan físicamente para dar servicio día a día, pero a cambio introduce una nueva vía de fragilidad que antes no estaba. Las inversiones en ciberseguridad son algo que no deja de crecer en nuestro mundo y están en primera línea de un frente, casi de batalla, que no cesa. Le guste o no, nuestra existencia depende de los ordenadores.
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