Hoy, a las nueve de la mañana, comenzará en Roma la ceremonia funeral por Benedicto XVI, fallecido el último día de 2022. A los que elaboran los resúmenes del año no hay cosa que les pueda fastidiar más que justo en ese postrero día suceda algo importante. Y la muerte de un Papa lo es, y más cuando fallece sin estar al cargo del puesto para el que fue elegido por un cónclave. Por su renuncia, la segunda en la historia papal, la primera en siete siglos, es por lo que pasará a la historia Joseph Ratzinger, por un gesto inusual que, en cierto modo, esconde una derrota del hombre ante su misión, o la asunción de no ser capaz de llevar a cabo lo que deseaba. Hay muchos silencios en esta historia.
Todo el mundo ha destacado, y con razón, la enorme altura intelectual de Ratzinger, que fue en sus escritos teológicos hasta donde muy otros pocos pudieron, pero es precisamente esa brillantez intelectual su tara, su reverso, lo que creo que le hizo fracasar en su desempeño papal. Siempre a la sombra de Juan Pablo II, como prefecto para la congregación de la doctrina de la fe Ratzinger se encargó de sujetar el dogma y actuar como el poli malo de la sociedad papal, frente a un Juan Pablo II dotado del carisma y el carácter necesario para encandilar a las masas. El papa polaco era un excelente actor, disfrutaba en el escenario del mundo. Ratzinger no, vivía recluido en sus lecturas y pensamientos. Mientras Juan Pablo II se elevaba a los altares de la fama global, luego lo haría literalmente en el santoral católico, la gobernanza de la iglesia se desmadró por completo, con escándalos crecientes que empezaban a ser imposibles de ocultar. El llegar a la silla de San Pedro Ratzinger tenía unas finanzas quebradas y corruptas, acusaciones de pederastia creciente en todas las diócesis y prelaturas como la de los Legionarios de Cristo envueltas en rumores de corrupción moral que, con el tiempo, se demostraron mucho más graves de lo que incluso se pensaba. El nuevo Papa tenía que meter en vereda muchos asuntos en casa, en una casa descuidada, y era mayor, y era inteligente, pero no tenía el don de gentes ni la fuerza personal para hacer lo debido. A medida que avanzaba el papado la sensación que me daba Ratzinger era la de un hombre aprisionado en una estructura que le devoraba. Su salud era débil, y sin tener achaques graves, daba una imagen de poca fortaleza. Sus viajes al extranjero trataban de emular el contacto con las masas y la elocuencia de la que hacía gala Wojtyla, pero era evidente que se le veía incómodo representando un papel, el de estrella mediática, que ni entendía ni era capaz de usurpar. Fue el primer Papa que se tomó en serio el tema de los abusos en la iglesia y empezó a imponer medidas disciplinarias, pero, como sucede en esa institución, y en todas aquellas en las que esos repugnantes fenómenos se dan, la protección con la que cuentan los abusadores en el interior por parte de los que los encubren es bastante mayor de lo que pudiera parecer. Trató de reorganizar las finanzas vaticanas, pero no pudo evitar que el caso Vatileaks le estallase en las manos y todos viéramos los dispendios que se daban entre la curia cardenalicia. Apartó de su prelatura a Marcial Maciel, el jefe de los legionarios, y tras ello se vio como el mejicano realmente se había montado un harén tras una fachada de fariseísmo extremo. Eran incontables los problemas que le surgían a un Ratzinger que trataba de arreglar lo que durante décadas se había ido destruyendo, o consolidando en su podredumbre, pero la sensación que daba era de estar sobrepasado, superado. Y en cierto modo aterrado por lo que iba viendo. En cierto modo Ratzinger fue una especie de Gorbachov, un creyente de un sistema que trató de eliminar lo que en él estaba deshecho pero que fue arrasado por las fallas de lo que se había llegado a convertir la idea a la que su vida dedicó. Su renuncia, que a todos sorprendió, fue la admisión de su incapacidad de hacer frente al desastre que tenía ante sí.
Aunque esa sensación de derrota es inevitable, y marca su figura, la renuncia lo eleva. No quiso seguir siendo cómplice de lo que veía y no soportaba, y estando en lo más alto del poder, renunció, lo dejó. El valor que demostró al hacer eso es inmenso, impropio de una figura fría y racional como la suya. Desde que se retiró ha vivido en un monasterio en el Vaticano, encerrado, entre sus paredes y sus pensamientos. Se ha ido apagando sin ejercer tutela ni tratar de influir en el devenir de la iglesia. Ha estado en silencio, preparándose para la llegada de su último día, el último de 2022. Creo que su figura irá ganando muchos enteros con el tiempo, pese a ser una figura difícil de comprender por el gran público. En cierto modo, este tiempo no era el suyo.
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