Mi piso en Madrid da al este. Tengo una cierta altura y, aun así, veo edificios que delimitan el horizonte pero, si los superase, tendría el llano que acaba en el Mediterráneo como paisaje infinito de fondo. Si la orientación fuera norte u oeste intuiría que la sierra está presente en todo momento, con sus montañas ahora heladas, cubiertas de nieve, peladas hasta hace bien poco. En Elorrio, o en cualquier otro pueblo del norte, resulta imposible evadir la sensación de estar rodeado de montañas. Vivas donde vivas, da igual a dónde se oriente tu casa, un pico más o menos agreste aparecerá en tu campo de visión, allí, por encima de ti, dominándote.
Quizás sea por eso, no lo se, por el que subir al monte allí es casi como una religión, un credo militante que se practica sin cesar a la más mínima oportunidad por miles de personas que hacen de conquistar las cumbres una de sus grandes pasiones. Como en otras tantas religiones, soy bastante agnóstico de esta, pero reconozco mi papel de minoría. Los que la practican reconocen que engancha, que es duro, que agota, pero recompensa. Que al llegar a la cumbre ves el mundo desde otra perspectiva y tienes la sensación de haber ganado al gigante que, desde el inicio de la ascensión, te miraba con cara amenazante, como queriendo indicar que tu insignificancia no llegaría hasta lo más alto. Una vez conquistadas las montañas locales los retos crecen, y en estos tiempos todo el mundo está disponible para que el que quiera ascenderlo, o recorrerlo, o lo que le plazca. El catálogo de cumbres es inmenso, y los que a ellas dedican su pasión conocen perfectamente los nombres de los pioneros que, hace tiempo, lograron ascenderlas por rutas que llevan sus nombres, refugios en los que descansar y avituallarse que antaño fueron edificados por otros que, enganchados por la misma pasión, supieron dónde reposar para coger fuerzas y servir así de ayuda a los que en el futuro se encontrasen con la fatiga y necesidad de alivio. Y sí, también conocen los nombres de los caídos, de aquellos que una vez comenzaron la ascensión y, por lo que fuera, no lograron volver. La montaña está llena de historias de heroísmo y tragedia, de momentos de suerte asombrosa que impide la desgracia y de accidentes que llevan el dolor a los valles, dejando una marca imborrable en las cumbres. Cada gran montaña tiene un catálogo de conquistadores y caídos, que se suma a su propio nombre y la engrandece ante los ojos de los que, cada día, tratan de ganarla. Es imposible que para muchos esa montaña dada, que para el nuevo explorador supone sólo un reto, no sea también sino el lugar en el que reposan sus seres queridos, el espacio mítico y, también, maldito, en el que un día esa persona amada dejó su vida en un collado, un risco, un punto concreto de la ascensión o el descenso. Para sus allegados esa montaña pasará a ser, para siempre, un lugar de duelo, un camposanto, el espacio inaccesible en el que reposan quienes un día fueron parte de la vida compartida y, una mañana, o una tarde, se convirtieron en extraños para siempre por una llamada de teléfono que trajo la noticia nunca deseada. El aviso de un accidente, una desgracia, un susto. Siempre existe ese riesgo, la posibilidad crece con la altura, la dificultad, la meteorología adversa, y el profesional sabe que el entorno en el que se mueve es hostil. Como dice Pérez Reverte de la navegación, nunca se puede uno relajar, porque en cualquier momento puede surgir algo que nos ponga en dificultades y nos lleve al extremo. Normalmente no sucede, pero a veces sí. Amaia e Iker son los últimos nombres que se suman a la lista de los caídos en la montaña. Su final se haya lejos, en el Fitz Roy, Patagonia, un macizo espectacular, precioso, difícil, que está al otro lado de nuestro mundo, y que es donde sus cuerpos se quedarán, quizás, para siempre.
JAA y sus amigos volverán a escalar montañas, sospecho que no dejarán de hacerlo porque lo llevan en la sangre y no renunciarán a ello. En cada ascensión, sea cual sea el grupo que formen, habrá dos personas que nunca estarán en su cordada, no pesarán en el grupo, pero siempre les acompañarán en sus pensamientos. Cada nueva cumbre que asciendan, sea muy lejos o en las laderas de cualquier loma de Abadiano, les recordará a ellos, y la memoria de los caídos, los suyos, no se deshará como nieve arrastrada por la ventisca. Seguirá firme. Sus familias y las cumbres siempre les tendrán presente, allá donde estén.
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