Esta semana Lebron James batió el récord de puntos anotados por un jugador en activo en la NBA, desbancando la marca que poseía Karim Abdul Jabar. Como no me va mucho el deporte el registro se me hace una estadística más del mundo del baloncesto, pero lo que me pareció interesante fue un tuit que se publicó ese día comparando la imagen del pasado con Karim y al del presente, que en formato se asemejaban bastante pero incorporaban una profunda diferencia que retrata, nunca mejor dicho, el tiempo que vivimos, y lo que hacemos con él. No les enlazo el tuit en este artículo porque escribo desde el ordenador del trabajo y la red corporativa capa casi todas las redes sociales, pero aquí pueden observar la imagen moderna, la de esta semana.
Ambas escenas tienen un encuadre similar. Tomadas desde el medio campo, enfocan a la canasta a la que el jugador protagonista de la noticia está lanzado para encestar, y el graderío repleto es el marco en el que toda la escena se desarrolla. El color más apagado de una denota cual es la precedente, pero la similitud de ambas es grande. Lo realmente interesante es el graderío. En la antigua, cientos de personas contemplan la escena. Aficionados al baloncesto que están siguiendo a sus ídolos y saben que están en un día especial. En la segunda volvemos a ver cientos de aficionados en un día que, también, saben que es especial, pero realmente lo que vemos no es a los espectadores, sino a sus teléfonos. La inmensa mayoría de los que están contemplando la escena desde el público realmente no están viendo lo que sucede en la cancha, sino lo que su teléfono móvil, enfocado en ella, les muestra. Cientos y cientos de móviles, algunos en apaisado, otros en horizontal, sí contemplan lo que sucede en el terreno de juego y junto a la canasta, pero sus dueños no. Están allí, pero no ven lo que pasa. Su objetivo no es vivir ese momento, disfrutar del juego o admirarse al contemplar el récord de puntuación que saben que va a caer, no. Su objetivo es atesorar las imágenes, la escena. Guardarla. Quedarse con ella. Almacenarla, junto a otros cientos, miles, en sus dispositivos y, seguramente, acto seguido, compartirla en redes sociales para dar testimonio de que han estado allí viéndolo, cuando la realidad es que sí han estado, pero no lo han visto. El capturar la escena es lo que les obsesiona, y pueden sustituir ese “les” por “nos” sin problema alguno. El despliegue de cámaras resulta tan avasallador que las poquísimas personas que no las portan y ven la jugada destacan sobremanera. Son unos pocos. Un señor mayor que está sentado en primera fila, que según he leído es el propietario de la empresa Nike, y, poco detrás de él, dos personas casi en línea que sí que miran; una chica negra y, un poco a su derecha, otra chica de melena rubia que se convierte, con su gesto y la suerte apenas tener a nadie delante, en la protagonista involuntaria de la escena. Esos tres personajes están rodeados por todos los demás, y son no ya la excepción, sino la absoluta rareza de una imagen que, la verdad, se repite a diario en nuestro entorno, en el que todos vivimos obsesionados por captar lo que nos interesa sin ni si quiera mirarlo. En un concierto las escenas que se viven son muy similares. Ya casi nadie mira al escenario donde la banda toca para disfrute del espectador, sino que son miles los flashes de las cámaras de los móviles los que enfocan allí donde la música surge, nuevamente para guardarlos, para encerrarlos y tenerlos siempre, en la ilusión de que ese siempre se prolongue más allá de lo que nuestros recuerdos sean capaces de pervivir, aunque en no pocas ocasiones sea un siempre falso, un espacio de tiempo limitado, en el que la acumulación de capturas de imágenes y vídeos haga que no podamos ya guardar tanto y, por pura pereza, eliminemos muchos de nuestros recuerdos eternos, depositándolos en la papelera de reciclaje, ese lugar en el que acaban tantas y tantas cosas.
Vivimos en un mundo “móvildependiente”, todos lo somos. Eso no es, por definición, malo. Las posibilidades que ofrece la tecnología son maravillosas y permiten hacer cosas que siempre hubiéramos deseado, pero nunca conseguido, y eso es genial, pero el hecho de que veamos como normal la renuncia a los momentos en los que vivimos algo especial para registrarlo constantemente, y que toda nuestra existencia se base en mirar fijamente la pantalla de nuestro dispositivo es algo que ya es no sólo un signo definitorio de nuestro tiempo, sino la fuente de varios problemas. La vida es eso que sucede a nuestro alrededor de mientras miramos al móvil. Perdérsela es un error.
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