Hace tres años, en febrero del 2020, el covid era una cosa a la que no le poníamos siquiera ese nombre, porque no sabíamos nada de él. Desde luego éramos incapaces de imaginar lo que se nos venía encima. Para finales de febrero algunos empezamos a temer que se nos echaba encima una pesadilla que sólo habíamos visto en libros de historia y películas. Luego, en marzo, la realidad nos aplastó, y a partir de ahí todo lo demás; los muertos, los sanitarios desbordados, el confinamiento, las medidas absurdas, la negación política, la sociedad asustada, el mundo que iba a cambiar para siempre y un montón de cosas más. Algunas, como el desborde de los sanitarios, se han quedado, el resto no. Y la necedad política, como constante, es invencible.
Durante todos estos años hemos tenido una relación extraña con las mascarillas, en la que el desconocimiento, la irracionalidad y la ley de la oferta y la demanda han sido las que más han mandado. Ya desde el inicio más de un experto aconsejaba su uso, porque ya veía que la vía principal de contagio eran los aerosoles, pero no teníamos mascarillas, no las había, por lo que las autoridades decidieron mentir y decir que no eran necesarias, que eran alarmistas y contraproducentes. Seguro que más de uno que hizo declaraciones semejantes sí tenía acceso a mascarillas y las usaba cuando las cámaras no le enfocaban. Con los meses la demanda de mascarillas se fue disparando a medida que la población era consciente de que, tras el encierro, el virus volvería en olas sucesivas porque no se había eliminado. El precio de las mismas enloqueció, en un mercado global que no era capaz de abastecer una demanda desatada. Varias empresas se reconvirtieron a fabricantes de ese y otros productos sanitarios e incluso se dieron casos absurdos, como esos pañuelos que el gobierno de Cantabria elaboró, sin garantía sanitaria alguna, pero con el logo de la administración bien impreso, que sólo servían como elemento decorativo a la hora de la borrachera en las bodas y celebraciones que no tenían lugar. Las autoridades, cuando ya hubo mascarillas, sí decidieron hacerlas obligatorias, porque era obvio que se necesitaban, y desde un primer momento. Se forzó a su uso en exteriores, donde nunca han sido útiles, y en interiores, donde sí eran efectivas para impedir contagios. A lo largo del año 2020 las mascarillas se convirtieron en parte del paisaje colectivo y llevarlas era una muestra de interés por la seguridad propia y ajena. En ausencia de vacunas era de lo poco que realmente servía para tratar de frenar la expansión del virus. La llegada de las cuatro maravillas que nos sacaron del pozo (Pfizer, Moderna, AstraZeneca y Jannsen, benditas seáis) supuso el final en la práctica de la pandemia, porque una vez que vacunado el riesgo de enfermedad grave se reducía en un 95% el problema sanitario y social quedaba disuelto. A medida que la inmunización avanzaba la necesidad de uso de mascarilla se fue relajando, no sin retrocesos absurdos, como el que se vivió con la ola Omicron y la obligatoriedad nuevamente de su uso en el exterior, que apenas fue respetada por lo incongruente que resultaba. Poco a poco el Covid fue derrotado, única y exclusivamente por la inmunidad que nos otorgaron las vacunas, y las mascarillas fueron desapareciendo de los interiores, quedando su uso reducido sólo a la obligación legal de portarlas en los transportes públicos y los centros sociosanitarios. Mientras en el resto del mundo la obligación de la mascarilla se levantaba casi sin excepciones en España la norma forzaba aún a su uso en lugares como el transporte colectivo, por lo que ha sido una imagen habitual el seguir viendo a miles de personas embozadas en metros, trenes, autobuses y todo tipo de medios de transporte. Iberia y demás líneas aéreas nacionales lo han seguido imponiendo en sus vuelos, y pese a que se ha dado un relajamiento creciente en su uso, la verdad es que la mayoría hemos cumplido la norma y nos la hemos puesto donde era obligado por ley. Hasta hoy.
Desde este 8 de febrero la mascarilla en España ya sólo es obligatoria en centros de salud, hospitales, residencias y farmacias, y deja de requerirse en los transportes públicos. Hoy, en mi viaje en metro hasta el trabajo, no la he llevado, primer día en más de dos años en que así ha sido, y éramos mayoría los que no la portábamos, pero ni mucho menos absoluta. Aún se veían muchas mascarillas, portadas por aquellos que creen que deben llevarlas. Es lo correcto. El Covid ha pasado en algo menos de tres años de no existir a ser una enfermedad más, y por el camino ha destruido millones de vidas, empresas, negocios, proyectos e ilusiones, Todo lo relacionado con él es un desastre, una mierda. Sólo cuatro vacunas, cuatro vacunas, son lo que nos ha salvado y nos ha permitido vencerlo. Lo demás, una absoluta y deprimente mierda.
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