Es Nicaragua una de las historias más tristes entre todas las que se desarrollan en centro y Sudamérica. Sometida a dictaduras constantemente, objeto de revoluciones alabadas desde los salones de la progresía europea, sin que nunca muchos de los que las respaldaban pisasen el país, la población de esa pequeña nación casi siempre ha tenido un dictador que le ha aplastado, por un motivo u otro. La derrocación de Somoza por el frente sandinista y el apoyo norteamericano a la insurgencia contra esa revolución, la llamada “contra” puso a este país en el mapa durante el siglo XX, como objeto de deseo político de algunos.
Daniel Ortega fue el dirigente principal de ese frente sandinista que logró, enarbolando la bandera de una revolución marxista, que la dictadura militar de Somoza cayera, pero sólo para ser sustituida por otro tipo de régimen en lo ideológico, sin apenas diferencias en la militarización de la vida política y el férreo control social. Al poco de llegar Ortega al poder empezó a verse que la dictadura se mantenía, en una especie de triste versión del “quítate tú pa ponerme yo” con la diferencia de que Ortega era respaldado por movimientos izquierdistas de medio mundo. Esto le ha permitido ir fortaleciendo un régimen que ha condenado a la miseria a la población de un país que ya era de los más pobres de América. Con la entrada de capitales chinos, a los que nada más les importa que lo que sea de interés para Beijing, la dictadura de Ortega se ha apuntalado y su represión ha ido creciendo en medio de la desaparición de Nicaragua del mapa mediático. A Ortega hay que reconocerle que tiene los mimbres de los dictadores latinoamericanos clásicos, y es un bien heredero del propio Somoza, o de Trujillo, o de la familia Duvalier, pero ha incorporado al catálogo de infamias de la región el factor religioso, o más bien chamánico. Su mujer, Rosario Trujillo, ejerce el poder con la misma fiereza y autoridad que él, pero lo adereza con invocaciones a la santería y una parafernalia de símbolos que le asocian más a la gurú de una secta que a una dictadora convencional. El matrimonio Ortega Murillo se ha hecho con los resortes del poder en la nación y reprime con la misma dureza con la que realiza rituales que no dejan de ser absurdos, pero que añaden a la violencia dictatorial un folclore que la hace única. Hace ya un par de años se produjeron las últimas protestas contra el régimen, que fueron acalladas con el uso desatado de la violencia. Muertes, detenciones arbitrarias, torturas, encarcelamientos sumarios… el régimen habitual de medidas que los dictadores imponen para seguir al frente y quitarse de en medio a quienes protestan. Los líderes opositores que no pudieron huir del país fueron apresados, y la violencia se adueñó de Managua y otras ciudades del país, todo a mayor gloria de los Ortega Murillo. En estos días, la pareja presidencial ha tomado una decisión curiosa, que es la sacar de las cárceles a varios de los opositores represaliados, embarcarlos en un avión y dejarlos en EEUU, el gran satán a ojos de Ortega, con la propina de eliminarles la nacionalidad nicaragüense. El gobierno ha declarado apátridas a todos estos encarcelados, y a otros muchos que siguen en las cárceles del país o que se encuentran en el exilio. En España, este exilio tiene, como figuras más relevantes, a la poetisa Gioconda Belli y al escritor ergio Ramírez. Ramírez fue, hace décadas, sandinista, opositor a Somoza, y miembro de los grupos que lograron tomar el poder y derrocar a esa dictadura. Observó desde dentro la deriva de Ortega, viendo cómo se convertía en otro dictador, y huyó para salvar su vida de lo que ya eran olas de represión indiscriminadas. Afincado en España desde hace mucho, fue premio Cervantes hace no muchos años, y es el intelectual que más se pronuncia en los medios denunciando lo que sucede en su nación.
Ahora Ortega le ha “desnacionalizado”, le ha quitado valor legal al pasaporte que lleva en el bolsillo y que dice que nació y es ciudadano nicaragüense. A él y a otros cientos de personas el régimen les considera traidores y les arrebata una nacionalidad que tienen por derecho desde que nacieron, y que no es una dispensa de gobierno alguno. El manifiesto firmado por cientos de personajes de la cultura y otras áreas en defensa de los represaliados es una luz de apoyo internacional a la causa democrática nicaragüense, pero no hará efecto alguno en el dueto Ortega Murillo, que a buen seguro mantendrán su aparato represivo trabajando sin fin hasta el último de sus días en este mundo. El horror que vive aquel país no descansa.
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