De entre todos los desastres naturales el terremoto es el peor de todos, porque a su capacidad de destrucción une la enorme extensión geográfica que puede llegar a alcanzar. Un volcán lo arrasa todo, sí, pero en una zona mucho más localizada, y a excepción de supererupciones, con impacto global, supone un fenómeno muy local, en el que las poblaciones distantes algunos kilómetros de la erupción pueden verse perfectamente libres de sus efectos (sí, cada caso es un mundo) pero en el terremoto, sea donde sea el epicentro, sus efectos se sentirán a grandes distancias y provocará daños lejos, muy lejos, en los que la fortuna y la renta del lugar determinarán finalmente quiénes pueden salvarse y quién no.
El terremoto que ayer se produjo en la zona fronteriza entre Turquía y Siria, con más de siete grados de magnitud, es enorme, y entre sus muchas réplicas se dio una que volvió a llegar a esos mismos siete grados, añadiendo inevitablemente un destrozo aún mayo al ya causado. La zona es un lugar de confluencias entre placas, tiene registros históricos de seísmos y, pese a que este ha sido de los más intensos, es un punto habitual en el que los sismógrafos no paran quietos. Sobre la superficie se encuentra uno de los lugares de conflicto perpetuo, con restos de la inacabable guerra de Siria, el problema kurdo y el este de Turquía, desde donde las milicias comandadas por Ankara realizan ataques frecuentes a todos estos vecinos. Es una zona en la que la renta no es alta, precisamente, las construcciones son convencionales y los efectos de un temblor evidentes. En todo caso, ante una magnitud tan elevada es probable que lugares con edificaciones más sólidas quedasen también muy afectados, con daños de enorme gravedad. No me gustaría experimentar un grado siete en Madrid, Londres, cualquier otra ciudad europea. El movimiento principal se produjo de noche, en medio de unas jornadas muy frías, con nevadas y vientos desapacibles, por lo que todo el que podía estar a refugio, bajo techo, allí se encontraba, y esto, evidentemente, agrava las consecuencias de unos derrumbes que se contabilizan, por ahora, en más de dos mil, con bloquees enteros desplomados como castillos de naipes y muchos otros convertidos en crueles remedos de la Torre de Pisa, tan inclinados como amenazantes. Las imágenes de ciertas localidades en las que la trama urbana ha pasado a ser una escombrera en apenas minutos dejan claro la magnitud de los daños, la irreversibilidad de los mismos y, tristemente, la idea de que el recuento de víctimas será muy extenso. A esta hora de la mañana las cifras oficiales hablan de 4.300 fallecidos y decenas de miles de heridos, pero la probabilidad de que estos números se queden muy bajos es elevada, cruelmente elevada. Se va a tardar mucho en desescombrar las zonas en las que los edificios se han apilado unos contra otros y es casi seguro que en ellos se encuentren muchos de sus moradores, que a buen seguro dormían mientras el invierno golpeaba tras ventanas y paredes, que pasaron en un instante de ser sus protectores a convertirse en verdugos. El trabajo de los que se afanan en rescatar a los que sea posible se ve dificultado, entre otras muchas causas, precisamente por ese tiempo invernal, que acorta las posibilidades de supervivencia de los que, milagrosamente, hayan encontrado un hueco que les proteja entre los escombros, y entumece la labor de los valientes que se enfrentan a montañas de cascotes y polvo, siempre en una carrera contra el reloj en la que cada segundo lo pone todo más difícil. Es probable que las imágenes que hoy nos lleguen de allí estén teñidas de blanco, de nieve nueva depositada sobre los restos de edificaciones. La habitual estampa bucólica de un paisaje nevado, que enternece, va a contrastar hasta hacerse insoportable con la crueldad de lo que va a cubrir, y entre el decorado níveo los que buscan vidas serán apenas manchas. Y los que, milagrosamente, aguanten, tendrán en el frío otro enemigo poderoso.
Ante situaciones como estas poco se puede decir, apenas mirar y compadecer a los que les ha tocado esta desgracia, y sentir un consuelo tan egoísta como innato al no ser uno el que se encuentra en esa situación, ni los conocidos, ni los entornos que conforman los recuerdos. La aleatoriedad de una tensión acumulada en una placa tectónica a varios kilómetros por debajo de la superficie se liberó ayer y ha segado vidas y bienes de una manera tan efectiva como absurda. Poco se puede añadir a tanto dolor, nada es posible aportar desde un texto escrito. Qué valentía la de los que trabajan rescatando, luchando contra el tiempo en todas sus dimensiones, y qué coraje el de los que a allí han acudido para ayudarles desde muchos otros países.
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