Este fin de semana, un poco más largo para mi, ha sido pródigo en acontecimientos deportivos, en los que si uno se fija sólo han ganado los españoles. Lorenzo ganó la carrera barcelonesa de Moto GP, el Tour de Francia ha comenzado con Alberto Contador como favorito, Nadal, la personalidad más interesante de todas, ha ganado su segundo Wimbledon, y el sábado por la noche once señores en pantalones cortos metieron una pelota entre tres palos, cosa que no consiguieron los señores de enfrente. Gracias a este logro el país está desbordado de pasión y alegría.
Y yo, qué quieren que les diga, asisto entre asombrado y asustado a este despliegue de emociones. No me ha gustado el deporte desde pequeño, y siempre he pensad que no tiene nada de meritorio ni elogioso el ganar una carrera, o un partido de lo que sea. Son profesionales y ese es su trabajo, remunerado de una manera gloriosa, por cierto. No negaré que me hacían ilusión las victorias de Indurain en el Tour, quizás porque en aquella época cogía la bici y daba vueltas muy largas, que hoy añoro poder hacer, pero si hace años veía poco deporte ahora es prácticamente nada. Así, el éxtasis colectivo desatado por la actuación de la selección de fútbol me da absolutamente igual. Sí me interesa el efecto económico, pasajero pero existente, que tendría una victoria en el mundial. Elevaría la demanda y el consumo nacional durante algunos días y sería una especia de alegría general, en la que yo no participaría, pero que vendría bien al país. De todas maneras sería un efecto pasajero, porque año tras año tenemos puntualmente una macrofiesta de consumo desenfrenado llamada Navidad que en estos últimos tres no ha evitado que tras su final la crisis siguiera campando a sus anchas. De todas maneras la gente está como histérica por un partido de fútbol. Pega gritos, salta, llora de alegría o de decepción, alcanza un éxtasis absoluto por algo que me parece tan ridículo, aburrido y vacío como un partido de fútbol, y la verdad es que no lo entiendo. Supongo que desde pequeños nos han tratado de enseñar que el fútbol es poderoso, grande, enorme, lo mejor, y que debemos adorarlo como si a un Dios se tratase, y que sus jugadores son los representantes de este Dios en la tierra. Y que da igual que la mayoría sean chulos, arrogantes, descarados, incultos, zafios y potenciales consumidores de sustancias dopantes y drogas varias. Son futbolistas, y eso les convierte en la especie elegida, a los que se debe imitar. Los dirigentes políticos de todos los países miran con fervor a sus selecciones, reales o inventadas, y siguen con pasión sus partidos en vez de hacer su trabajo, como tuvimos ocasión de comprobar en la pasada cumbre del G20 en Toronto, en la que el único acuerdo que se alcanzó fue que todos debían estar en la sala en la que desde una televisión, se emitían los partidos del mundial. Y de mientras nos gastábamos millones de euros en organizar ese cónclave los dirigentes reían y se disputaban quién ganaba su partido y a nadie le parecía mal. Parados por doquier en una Europa decadente, acuciantes problemas financieros y estratégicos en un mundo cada vez más convulso y complejo…. Y Merkel, Cameron y Obama se pasan varias horas de la cumbre mirando una pantalla con fondo verde y un balón rodante, y el resto rabiaban porque ya habían sido eliminados.
Lo siento, pero no lo entiendo. Algo en el proceso de adoctrinamiento infantil falló en mi y no caí en las garras del fútbol. Esta semana en España, y en otros tres países, no se pensará en otra cosa, pero les juro por lo que más quieran que me da igual lo que pase en los partidos de marras. No pienso verlos, y pese a ello será imposible que no me entere del resultado, y cuando desde casa oiga gritos de júbilo o expresiones de tristeza, todo ello aderezado con el sonido de las malditas vuvuzelas, miraré al techo y me quedaré asombrado porque lo que a mi me parece una tontería tan aburrida despierte esas pasiones.
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