lunes, julio 11, 2011

Las agencias de rating y la guía Michelín

Uno de los señalados como malos y culpables de esta crisis son las agencias de calificación. Desconocidas para casi todo el mundo antes del hundimiento de Lehman Brothers, los nombres de Moodys, Standar&Poors y Fitch son ahora como de la familia, pudiendo ser confundidos por algunos como marcas de electrodomésticos. La rebaja de la semana pasada de la deuda portuguesa por parte de Moodys enervó la sangre a medio mundo, sobre todo en Europa, y arreciaron las peticiones para crear una agencia calificadora europea. ¿Es eso necesario? ¿Solucionaría el problema? Creo que la respuesta es no a ambas preguntas.

El papel de las agencias es decisivo en un mundo de libertad de movimientos de capitales. Pongamos que deseo invertir y un conocido me recomienda la deuda australiana, pero no tengo ni idea de cómo es la economía de Australia. Voy al banco y pregunto si eso es seguro y solvente, o una idea de bombero. El del banco tampoco sabe nada, pero mira el informe que emite una de estas agencias, que se encarga de estudiar las economías de todos los países y ponerles unas notas ordenadas. Como son anglosajones usan el código basado en Aes, Bes y esas cosas, donde AAA es lo mejor, un 10 y D es lo peor (hay variaciones en la escala según la agencia, pero para el caso esto nos vale). El señor de al sucursal ve que Australia tiene una AA+, que es lo mejor después de la AAA, por lo que sí, parece una inversión segura. Dará poca rentabilidad pero me tendrá tranquilo un buen tiempo. Así, estas agencias gestionan información, y su producto es información, de tal manera que los agentes del mercado (y eso incluye a cada uno de los ahorradores, usted y yo incluidos) sepamos donde metemos nuestro dinero. Pero es sólo información. Uno luego puede hacer con su dinero lo que quiera, meter en productos calificados como AAA o arriesgarse a invertir en bonos basura a la espera de una carambola. Si se fijan esto es muy parecido a lo que hace la guía Michelín con los restaurantes. Cada año saca una lista con los mejores restaurantes del mundo, en este caso clasificados por estrellas. Los que obtienen tres estrellas son los mejores reciben premios y alabanzas, y son criticados por los que no las han obtenido, que se quejan de cómo Michelín hace el estudio. Sin embargo, como cada uno de nosotros no entiende de comida, cuando va de visita a un sitio pregunta si hay restaurantes con estrella Michelín, y usa la guía como referencia para una posible comida o cena, pudiendo también, obviamente, no hacer caso de lo que diga esa publicación e ir a comer a cualquier otro sitio que le inspire confianza o le guste. Si se fijan la situación es idéntica. En ambos casos existe un monopolio de calificaciones, puro en el caso de los restaurantes, de origen francés, y oligopolio norteamericano en el caso de la calificación de deuda. Y en ambos asuntos ninguno de los organismos posee el más mínimo componente “oficial”. Son empresas privadas que ponen notas y que el tiempo y la experiencia les ha ido dando un grado de oficialidad entre el público especializado y el mundo en general, pero no hay un organismo oficial ni ningún gobierno que avale sus opiniones. Curioso, ¿verdad? Si extendemos los paralelismos un poco más, y la guía Michelin destroza un año de estos los restaurantes españoles, siempre bien posicionados, reclamaremos crear un calificador de calidad culinaria español? ¿Acusaremos a Francia de usar una posición dominante y tener ganas de hundir a sus rivales? ¿Exigiremos una respuesta a Durao Barroso? Y a parte de comer Bacalao, como buen portugués, ¿Qué debiera hacer Barroso y la Comisión Europea al respecto?

Es cierto que lo de las agencias de deuda es más serio que todo esto, pero la solución al problema de unos países arruinados, como son Grecia, Portugal, Irlanda y otros más, no pasa, sobre todo, por reformar unas entidades privadas que se pueden equivocar, o no. Los dos pecados de las agencias, por los que aún no han purgado sus culpas, no tienen que ver con Europa, sino con su fracaso a la hora de calificar la deuda de Lehman Broteher y demás bonos subprime en 2008, y el conflicto de intereses que sufren al cobrar de quienes demandan su calificación. Esos son los graves problemas que hay que solucionar, y no meterse en discusiones bizantinas buscando culpables donde no los hay.

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