Esta mañana Cristóbal Montoro se
enfrenta a uno de los mayores retos de su carrera política, al comparecer ante
la comisión permanente del Congreso de los Diputados para tratar de explicar la
presencia (o no) de Luis Bárcenas entre los beneficiarios de la amnistía fiscal
organizada por el gobierno del PP el año pasado. Los 22
millones de euros suizos del ex tesorero del PP, más allá de su origen y
destino, son una bomba andante que enfanga la actuación del gobierno y
hunde al PP en el fondo de una crisis de credibilidad y de imagen muy difícil
de remontar.
Muchos estaremos de acuerdo en que
el nivel de corrupción política que se ha alcanzado en España es, simplemente,
insoportable, aunque esta frase tiene un matiz desde su primera palabra, y es
que también hay mucha gente a la que todo esto le da igual, lo que en mi
opinión es una de las cosas más graves que le pueden suceder a un régimen
democrático. Pero sin entrar en ese aspecto, yo soy uno de los que se muestran
indignados, asqueados y preocupados por cómo el nivel de corrupción no deja de
subir y cada vez amenaza a más instituciones del estado, llegando a un punto en
el que puede ser capaz de derrumbar el propio régimen democrático en el que
vivimos. El número de casos es infinito, sus cifras mareantes y el postín y
cargo de las figuras a las que implican parece corresponder a una selección de
autoridades del estado. ¿Por qué sucede esto? O mejor, ¿Por qué no se combate?
Todos los partidos políticos proclaman su inocencia absoluta y cargan las
culpas contra el resto, acusándoles de lo mismo que se les podría imputar a
ellos vistas sus cuentas internas. El espectáculo es deprimente. Creo que, más
allá de que el nivel de corrupción media existente en España es muy elevado, y
consentido por la sociedad, y aceptado con una cierta (y repulsiva) comprensión,
el sistema de funcionamiento de los partidos políticos en España alienta que
surjan casos corruptos en sus filas, especialmente en lo relativo a los
procesos de financiación. Todo el mundo sabe que las fuentes “legales” de
financiación de los partidos no dan para sufragar sus gastos corrientes, y no
digamos las campañas electorales, que son carísimas. De ahí que se recurra a
vías “alternativas” algunas de ellas legales pero peligrosas, como el recurso
al crédito bancario que acaba siendo perdonado por la entidad financiera a
cambio de favores futuros (corrupción indirecta) y en otros casos a caminos
completamente ilegales y opacos, basados principalmente en el cobro de
comisiones ilegales en la adjudicación de contratos, obras y demás puntos en
los que los miembros de un determinado partido, pudiendo en ese momento ejercer
poder público, se encargan de establecer el sistema de cobro como peaje para obtener
una adjudicación o contrata. Si se fijan todos los casos son iguales en el
fondo, aunque difieran mucho de la forma. El método del 3% catalán es el
estándar utilizado por toda la política española. De ahí que los partidos,
temerosos de que si estos sistemas se acaban se queden sin dinero, proclamen a
voz en grito su escandalizada visión de la corrupción ajena pero, en el fondo,
no vayan a hacer nada para desmontar este sistema, y cuando el ruido mediático
del caso de turno se amortigüe, otra vez a recaudar…
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