Ya es 2013, un nuevo año en el
que vivir, experimentar, sufrir y disfrutar, a ver qué tal se porta y, sobre
todo, que tal nos portamos en él. Tras unas largas vacaciones navideñas no
puedo contarles experiencias renovadoras, o muy especiales, porque no han
tenido lugar. Por ello, y para no empezar desde el primer día con la crónica
política nacional o internacional, que está muy movida, les contaré la
experiencia que tuve en mi viaje de vuelta ayer en autobús de Bilbao a Madrid,
donde pude comprobar que los tiempos cambian cada vez más deprisa.
Antes de la parada, a mitad de
trayecto, ya me di cuenta de que algo raro pasaba a mi alrededor, pero lo más
interesante era que, como en el chiste del conductor suicida por la autopista,
yo era el raro entre los que me rodeaban. Iba cerca del final de una novela
policiaca, de Benjamin Black, muy buena, cuando empezaba ya estar cansado de la
insistencia con la que la chica joven que estaba sentada a mi lado le mandaba
mensajes vía whatsapp a su novio cuyo contenido fundamental era “cuánto te quiero”
aderezado con todos los símbolos que uno pueda imaginarse, pero en una de las
veces que la miré de reojo me percaté de que las dos personas que estaban
sentadas al otro lado del pasillo, junto a nosotros, también tecleaban
incesantes sus móviles, huelga decir que en este caso sin tener ni la más
remota idea de qué era lo que escribían y a quién…. “Tres en raya” me dije, y
cuando me dio por fijarme en las filas que estaba delante y detrás de mí descubrí,
entre asombrado y asustado, que las ocho personas que ocupaban los asientos
tecleaban de manera voraz en sus pantallas táctiles. Algunas llevaban los auriculares
puestos y otras no, pero todas, las once personas que me rodeaban, estaban en
aquel momento haciendo casi lo mismo, y cada una de manera muy similar, a dos
pulgares por así decirlo, y con un dominio aplastante de la marca Samsung frente
al resto, por lo que pude deducir. En ese momento me di cuenta de que yo era la
única persona en mi entorno que iba leyendo un libro en papel, que no tecleaba
nada, que tenía los pulgares quietos sujetando un pequeño ejemplar de bolsillo
de escaso peso y rico contenido, que no estaba mandando mensajes a tutiplén ni
contestándolos, o chateando con alguien, o consultando el correo o
felicitaciones navideñas atrasadas…. Era un especie de museo, un reducto al que
la tecnología capacitativa de las pantallas, lo que las hace táctiles, no había
llegado aún. Poseedor como soy de un móvil de la antigua usanza, que por
motivos técnicos reclama ya una renovación, a la que procederé en escasos días,
me entró una sensación extraña en el cuerpo, porque la escena daba para todo
tipo de reflexiones, empezando por el mero hecho de que hace sólo un par de
años hubiera sido impensable, dado que el pasado 2012 ha sido el de la
explosión de los smartphones y del mundo de las aplicaciones asociadas. En ese
sentido era una imagen algo futurista, no lo voy a ocultar, pero también poseedora
de connotaciones algo siniestras.
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