martes, enero 08, 2013

Solo y rodeado de pantallas


Ya es 2013, un nuevo año en el que vivir, experimentar, sufrir y disfrutar, a ver qué tal se porta y, sobre todo, que tal nos portamos en él. Tras unas largas vacaciones navideñas no puedo contarles experiencias renovadoras, o muy especiales, porque no han tenido lugar. Por ello, y para no empezar desde el primer día con la crónica política nacional o internacional, que está muy movida, les contaré la experiencia que tuve en mi viaje de vuelta ayer en autobús de Bilbao a Madrid, donde pude comprobar que los tiempos cambian cada vez más deprisa.

Antes de la parada, a mitad de trayecto, ya me di cuenta de que algo raro pasaba a mi alrededor, pero lo más interesante era que, como en el chiste del conductor suicida por la autopista, yo era el raro entre los que me rodeaban. Iba cerca del final de una novela policiaca, de Benjamin Black, muy buena, cuando empezaba ya estar cansado de la insistencia con la que la chica joven que estaba sentada a mi lado le mandaba mensajes vía whatsapp a su novio cuyo contenido fundamental era “cuánto te quiero” aderezado con todos los símbolos que uno pueda imaginarse, pero en una de las veces que la miré de reojo me percaté de que las dos personas que estaban sentadas al otro lado del pasillo, junto a nosotros, también tecleaban incesantes sus móviles, huelga decir que en este caso sin tener ni la más remota idea de qué era lo que escribían y a quién…. “Tres en raya” me dije, y cuando me dio por fijarme en las filas que estaba delante y detrás de mí descubrí, entre asombrado y asustado, que las ocho personas que ocupaban los asientos tecleaban de manera voraz en sus pantallas táctiles. Algunas llevaban los auriculares puestos y otras no, pero todas, las once personas que me rodeaban, estaban en aquel momento haciendo casi lo mismo, y cada una de manera muy similar, a dos pulgares por así decirlo, y con un dominio aplastante de la marca Samsung frente al resto, por lo que pude deducir. En ese momento me di cuenta de que yo era la única persona en mi entorno que iba leyendo un libro en papel, que no tecleaba nada, que tenía los pulgares quietos sujetando un pequeño ejemplar de bolsillo de escaso peso y rico contenido, que no estaba mandando mensajes a tutiplén ni contestándolos, o chateando con alguien, o consultando el correo o felicitaciones navideñas atrasadas…. Era un especie de museo, un reducto al que la tecnología capacitativa de las pantallas, lo que las hace táctiles, no había llegado aún. Poseedor como soy de un móvil de la antigua usanza, que por motivos técnicos reclama ya una renovación, a la que procederé en escasos días, me entró una sensación extraña en el cuerpo, porque la escena daba para todo tipo de reflexiones, empezando por el mero hecho de que hace sólo un par de años hubiera sido impensable, dado que el pasado 2012 ha sido el de la explosión de los smartphones y del mundo de las aplicaciones asociadas. En ese sentido era una imagen algo futurista, no lo voy a ocultar, pero también poseedora de connotaciones algo siniestras.

Porque si ya antes de su aparición el móvil tradicional había destrozado todas las reglas de protocolo y convivencia habidas y por haber, los nuevos equipos y la mensajería asociada han acabado por arruinar conversaciones, encuentros y citas de todo tipo. La gente observa alucinada sus pantallas y teclea con furia desmedida sin cesar, dejando muchas veces al interlocutor físico que se encuentra a su lado en una situación similar a la de fuera de cobertura, para hacer un chiste con esta tecnología. Quizás sea que, por novedosos, aún no hemos aprendido a amaestrar a nuestros nuevos y potentísimos móviles, ordenadores de apenas cuatro pulgadas, pero muchos ya están dominados por ellos, y es más, lo disfrutan.

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