Si recuerdan hace ya unas semanas
criticamos con dureza a la UE por, ante la grave crisis de refugiados que se
había desatado, convocar una cumbre de urgencia al respecto para un plazo de
dos o tres semanas. Era obvio que en ese transcurso de tiempo las cosas iban a
complicarse, y así lo han hecho. Llegó
el 14 de septiembre, ayer, fecha del encuentro, y el resultado es, simplemente,
deprimente. Desacuerdo entre los países sobre la obligatoriedad de las
cuotas y las cuantías de las mismas. En una reunión que, sospecho, fue para los
burócratas de Bruselas muy similar a las que se realizan sobre materias
agrarias, la conclusión fue que, tarde y mal, no hay acuerdo.
Son los países del este de Europa
los que, con más fuerza, se oponen a esta distribución de inmigrantes y los que
desarrollan un discurso más duro contra ellos. ¿Por qué? No lo se. Y me extraña
mucho. De hecho, debiera ser justo al revés. Este año se cumplen veintiséis
desde la caída del muro de Berlín y la liberación de la Europa del este del
yugo soviético. Durante todos esos años de dictadura férrea eran pocos los
inmigrantes que, procedentes de esos países, llegaban a occidente, porque las
dictaduras comunistas se han caracterizado, entre otras cosas, por controlas
muy bien sus fronteras no para que nadie penetre por ellas, como sería lo
habitual, sino para que nadie salga. Eran inmensas cárceles. La liberación
supuso un inicial flujo de ciudadanos que huían de la miseria en la que se
encontraban sus países, y la progresiva integración de los mismos en la UE ha
supuesto que un flujo constante de inmigrantes económicos provenientes del este
que han llegado a nuestras naciones. Polacos en el Reino Unido, Rumanos en
España, etc. Pero más allá de la necesidad económica, son los nacionales de
esos países los europeos que más fresco tienen el recuerdo de lo que es vivir
bajo un régimen autoritario, de carecer de libertades, de saber lo que es ser
perseguido por tener ideas prohibidas. Su liberación económica es posterior a
la pura libertad de subirse a un muro y gritar, a la de enarbolar una pancarta,
un lema, una manifestación. En esos países gran parte de la población aún puede
contar, en primera persona, experiencias de haber sufrido la represión,
historias de condenas injustas, juicios farsa, detenciones arbitrarias,
separación de familias, persecución de cultos, torturas... el horror de la
dictadura. Y es precisamente en esas naciones donde el discurso receptivo ante
los inmigrantes que huyen de la guerra de oriente medio es más duro, expresa un
mayor rechazo, de todo tipo. Se usa el argumento económico de que son países más
pobres que los occidentales y no pueden hacer frente con sus medios a las
peticiones de asilo, pero esa es una razón menor, sobre todo si tenemos en
cuenta que la distribución de reparto elaborada por la Comisión hace que las
cifras que les correspondan sean bastante inferiores a las de una España que,
en economía, aún sigue maltrecha. No, no son las cuentas la fuente de la
oposición. No se si es el miedo que todos tenemos a que un extranjero venga y
nos quite el empleo, el temor que provoca en sociedades aún no muy
acostumbradas a la exposición exterior a verse avasalladas por gente que posee
estudios y experiencia, el miedo a la competencia, o cualquier otra razón
posible. Lo cierto es que la oposición que han mostrado desde un principio, y
que no deja de crecer, resulta muy deprimente vista desde los ojos de la ética
y, también, la historia.
Húngaro era Sándor Márai, escritor que tuvo que
huir de su país, que malvivió durante la dictadura del almirante Horthy, que se
opuso al nazismo en su país y a la dictadura comunista que vino después, y que
en 1948 no tuvo otra opción que largarse lo más lejos posible ante el odio que
sentía hacia su persona. Márai, les recomiendo que le lean, es el emblema del
europeo del este, cosmopolita, letrado, culto y sensible, que como el del
oeste, o de cualquier otra parte del mundo, huye cuando la locura se instala en
su país, para tratar de salvar su vida. Márai era húngaro, como lo son quienes
levantan esas vallas alambradas o arrojan comida a inmigrantes como si fueran
perros. Márai, otra vez, de estar vivo, se avergonzaría de su país.
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