Una playa, al final del verano.
Olas mansas que lamen la orilla sin fiereza alguna. Paisaje vacío, salvo
un niño que yace en el suelo. Vestido no con bañador y chanclas, sino con
ropa común, un niqui y pantalón corto. El niño se encuentra en una posición
rara. No duerme, no descansa, no se relaja tras un día de juegos en el agua.
Yace muerto a la orilla del manso mar. No se mueve. El tiempo a su lado se ha
detenido para siempre. Ya le da igual si las olas le arrullan o golpean. Un
miembro de la policía o ejército turco, no lo se, se acerca a él y lo acaba
cogiendo. Lo levanta del suelo y lleva a un lugar recóndito, lejos del mar.
Camino a su entierro.
Hace años vimos las primeras
imágenes similares a esta, de fallecidos en las playas, ahogados a las puertas
del sueño europeo. No fue en Turquía ni en Italia ni en Grecia, no. Fue aquí.
Canarias en la crisis de los cayucos y las playas de Almería y Granada vieron
llegar a inmigrantes que, a punto de tocar tierra, veían como sus
embarcaciones, por llamarlas así, zozobraban, y quedaban a merced de las
corrientes de la costa, siendo arrastrados muchos por ellas, y devueltos a las
playas en forma de cadáver. Decenas, no se ni cuántos fueron ni si alguien los
contó, murieron de esta manera, generando imágenes de una dureza extrema, tanta
como la de esa foto del niño que hoy, con razón, domina en las portadas de toda
Europa. Hubo una, creo recordar, en la que se juntaba toda la infamia que la
situación lo requiere, en la que en un primer plano se veía a un grupo de
turistas tomando el sol, en una actitud clásica de veraneo, mientras que en
segundo plano, a su espalda, las fuerzas de salvamento marítimo levantaban
cadáveres en las mismas playas en las que minutos antes, o después, los
turistas se divertirían a su gusto. En aquellos años nos tocó afrontar aquella
crisis solos, desbordados, incapaces de dar acogida a los cientos que llegaban,
con Canarias sirviendo de muestra de lo que ahora viven las islas griegas, con
Guardias Civiles llorando en las orillas de un mar que no dejaba rescatar a
quienes de él trataba de huir, y con una opinión pública que, en muchos casos,
tampoco vio aquello como un problema suyo, como sucede ahora mismo en el
conjunto de Europa. Por aquel entonces las llamadas de auxilio de los gobiernos
españoles a Bruselas se encontraban con el muro de la incomprensión, la
indiferencia y, sobre todo, la seguridad de que la frontera estaba muy lejos de
los edificios de la Comisión. Que el borde exterior de la UE era eso, exterior,
lejano, y que a los que nos había tocado la labor de defenderlo no teníamos que
quejarnos si cada día asistíamos a una tragedia y no teníamos medios ni
siquiera para salvar vidas. Tuvimos que buscarnos la vida como país, negociar
con naciones africanas de las que partían, o por las que transcurrían los
flujos migratorios, y pagarles mucho para que esas acometidas se frenasen, para
que ellos hicieran de tapón para evitar que nosotros lo fuéramos. Y desapareció
el problema de la vista de los ciudadanos, y las playas dejaron de ser fosas
comunes, y los veraneantes volvieron a su tranquilidad y rutina. Y las noticias
dejaron de fijarse en la inmigración, para pasar a otra cosa con la misma
velocidad con la que los enviados especiales acudían a las playas canarias a
contar los rescates. Y el problema, oculto, dejó de serlo.
Ahora, con mayor intensidad, vuelve, y afecta a
toda Europa, y no tenemos estados en África u Oriente Medio con los que
negociar, porque son campos de batalla de los que, si pudieran, escaparían
hasta las piedras de los monumentos. Y de mientras la confortable y cómoda
Europa discute acaloradamente sobre si es ético publicar una imagen desoladora,
esa desolación se extiende sin límite sin que los gobiernos y nuestras
sociedades, nosotros, asumamos que tenemos el deber de acoger a esos millones
de refugiados, porque es justo y necesario que así lo hagamos. No se el nombre
de ese niño de la playa. No se si se sabrá algún día, pero su imagen, y las
miles que vimos y veremos de este drama, nos interpelan a nosotros, por nuestro
nombre propio, y nos exigen respuesta.
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