Ayer, hoy, miles de personas se
reincorporan a su puesto de trabajo tras haber disfrutado de unos días de
vacaciones, no se si lejos de su lugar de residencia, pero a buen seguro que
alejados del trabajo, tanto física como mentalmente. Con amigos, solos o en
familia, estos días, puede que los más deseados del año, ya han pasado, y la
vuelta a la rutina laboral, el reencuentro con los compañeros y jefes y ponerse
a hacer las actividades del resto del año son el síntoma de que los días
oficiales de playa y asueto quedaron atrás. Es lo que toca.
Se ha puesto de moda en estos
últimos años hablar del síndrome postvacacional para definir ese periodo de
tristeza que nos embarga al terminar las vacaciones y la pataleta que entra
cuando no queremos volver al trabajo. En los años más duros de la crisis, por
vergüenza y decoro, se evitaba hablar de esto, pero veo que la recuperación
económica permite que nuevamente en los informativos aparezcan serios médicos
hablando del tema y comentando que puede ser una patología leve, y que no es
necesario el consumo de medicamentos, salvo casos puntuales, y todos los
tópicos asociados a los reportajes clínicos de sociedad. Si quieren que les
diga la verdad, esto me parece una solemne estupidez. Todos hemos tenido una
tarde triste cuando se acaban las vacaciones, y ni les cuento en la época del
colegio, en las que el verano era infinito y las vacaciones duraban tanto que
el final del curso pasado parecía otra época. Decir que uno está deprimido
porque vuelve al trabajo es, la verdad, una forma de tomarse a recochineo la
situación de desempleo de los muchísimos, demasiados, que siguen en el paro, y
no ser consciente de que, en el fondo, el concepto de vacaciones se deriva de
que tenemos un lugar al que volver. Si uno está impedido, jubilado o
desempleado, vive en una especie de vacaciones perpetuas, que vistas desde cierto
punto de vista no tienen por qué ser, ni muchos menos, envidiables. Lo ideal es
el contraste, y al igual que sería insoportable pasarse todo el año trabajando,
la perspectiva de estar todo él de vacaciones puede resultar, hasta cierto
punto, sombría. Quien lea esto seguro que se indigna y piensa que qué puede
haber de malo en unas infinitas vacaciones, pagadas, por su puesto, sin
preguntarse quiñen pagaría ese ocio sin fin, y quizás sin admitir que pasadas
las semanas, los meses en los que uno hace muchas de esas cosas que tiene
pendientes, lo de ir a la playa todas las mañanas puede convertirse en una rutina
tan soporífera y esclavizante como otras que asociamos al trabajo. Cuando llega
la jubilación, que se festeja por todo el mundo, no son pocas las personas que
echan de menos su época laboral, siendo cierto que muchas no lo hacen en
absoluto, y sienten que algo les falta. Puede que hayan disfrutado de su trabajo,
hayan hecho amistades profundas en él, aunque no sea ese el objetivo de tener
un empleo, y noten que falta algo en sus vidas y en su tiempo. Se abre ante
ellos un inmenso, eterno verano adolescente, en el que hay muchas horas que
cubrir. Algunos lo logran, otros no, y no son pocos los que desearían pasar ese
“síndrome” como si fuera el gusanillo que les da aliciente a sus vidas. Serán
pocos los que lo reconozcan en público, porque está mal visto, pero muchos lo
sentirán en su interior.
Otro factor que me revienta de este “síndrome”
es la tendencia que tenemos, en esta sociedad cada vez más infantil, a “medicalizar”
las cosas. Lo que no es sino un proceso normal de cambio y adaptación lo
etiquetamos como enfermedad, lo que viene muy bien a los que venden pastillas y
remedios para superarlo, haciendo negocio con una necesidad creada donde no la
había. Y con ese aire de experto médico que aparece en televisión a ver quién
es el valiente que se atreve a rebatirlo y decir que la medicina y las
pastillas son para las enfermedades de verdad, y para las tardes de final de
agosto basta con el recuerdo de lo vivido y las ganas de, en el trabajo y fuera
de él, llevar una vida plena y satisfactoria. Tan simple, y difícil, como eso
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