La naturaleza puede ser tan
intensa como despiadada. A veces nos ofrece paisajes maravillosos, puestas de
sol de embeleso y estampas en las que uno querría quedarse toda la vida,
mientras que en otras ocasiones es capaz de enseñarnos su cara más violenta,
instintiva y cruel. Caracterizamos en nuestros cuentos y películas a los
animales y hechos naturales con personalidad humana, dotados de sentimientos,
pero eso es irreal, nos da una imagen falsa de ellos y puede conducirnos a
errores graves. Un depredador matando a su presa con saña es también algo
natural, y no podemos encontrar en esa escena criterios morales. Sólo instinto.
La tormenta de este pasado
Domingo ofreció, sin ir más lejos, las dos caras posibles de un fenómeno
natural que, si se descontrola del todo, puede ser devastador. Mientras en
Elorrio hacía una tarde de Domingo calurosa y húmeda, preludio de la tormenta
de la noche, que tuvo muchos rayos pero tampoco demasiada lluvia, sobre Madrid
y otras zonas del centro y este peninsular se abatían tormentas de potencia muy
superior, con muchos rayos, chubascos intensos y ráfagas de viento muy
intensas. En
Madrid la tormenta causó caídas de ramas y numerosas salidas de los bomberos,
y mi barrio tiene, como muchos otros, restos de hojas y árboles caídos que,
retirados en parte, ofrecen testimonio de la dureza del temporal que no pude
vivir en persona. En
Aranjuez, localidad sita al sur de la comunidad, la situación fue mucho peor
aún si cabe. Azotada por un núcleo tormentoso mucho más intenso, y por lo
que parece un tornado, la devastación ha sido enorme. Destrozos en edificios
públicos y privados, tejados arrancados, tejas volando por toda la ciudad,
ventanas y cristales astillados… pero sin duda lo peor se lo ha llevado el
patrimonio forestal de la ciudad, y digo bien patrimonio porque los jardines de
los palacios reales son un monumento en sí mismo. En ellos se encuentran
cientos, miles de árboles, muchos inmensos, que desde hace siglos decoran con
su presencia, y con sus estudiadas alineaciones ofrecen un espectáculo que diríase
arquitectónico, formando avenidas, calles, conjuntos, edificaciones y
estructuras que ofrecen al caminante que por sus veredas se adentra la sensación
de pasear por una urbe vegetal. Las especies que alberga ese jardín son muchas,
incluyendo ejemplares únicos provenientes de países muy lejanos, y que el
trabajo de los jardineros ha permitido que arraiguen en nuestro suelo. Pues es
en este entorno en el que la tormenta se cebó especialmente. Algunas de las imágenes
que pueden verse en las webs muestran un paisaje que parece fruto de un
bombardeo, en el que el suelo aparece cubierto de ramas y restos de hojas,
abatidas por la violencia del vendaval, pero junto a ellas yacen enormes árboles,
algunos de esos gigantes a los que me refería, que han sido partidos como si
fueran palillos en manos de un ser muy superior, tronchados como simples
espigas ante la mano del hombre, arrancados de cuajo desde el suelo, enseñando
sus enormes raíces, que no han servido de nada ante un viento que lo llevaba
todo. Como columnas de templos griegos arruinados, yacen en el suelo troncos
inmensos, tocones enormes de madera de peso incalculable, que hasta el día
anterior se erguían sin límite hasta casi tocar el cielo, que durante dos o
tres siglos lo único que habían hecho era crecer y crecer sin límite, sólo con
la ilusión de ser los más grandes entre los de su especie, sin freno alguno. Y
la tormenta del Domingo, como si fuera un personaje malvado de un cuento, se
fijó en ellos, y castigando su atrevimiento, haciéndoles ver que el cielo al
que aspiran es dominio de los elementos y no de los que del suelo nacen, los
castigó sin piedad, y derribo sin contemplación alguna.
Es pronto para saber el alcance y dimensión del
destrozo causado en los jardines reales, que seguirán cerrados bastante tiempo
hasta que pueda evaluarse y se limpien de los restos caídos, pero es seguro que
el daño será elevado y, lo que es peor, permanente, dado que ejemplares de
varios siglos de edad no pueden reponerse y lucir nuevamente con cierta
prestancia hasta dentro de, nuevamente, bastantes años, demasiados para
nosotros. Afortunadamente no se produjeron heridos ni víctimas personales, pero
el patrimonio de Aranjuez, el material y, sobre todo, esa belleza inmaterial
ajardinada, queda tocado. Toca volver a plantar, regar, y animar a que los árboles,
tozudos, por instinto, vuelvan a retar al cielo no protector.
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