Ayer por la tarde, durante cerca
de tres cuartos de hora, parte de la plaza en la que se sitúa el complejo en el
que trabajo y una de las calles que a ella desemboca estuvieron acordonadas por
la policía por un aviso de seguridad. Una mochila sospechosa desató las alarmas
y, ante el momento que vivimos, mejor prevenir que curar. Furgonetas, luces,
perros policía, todo u despliegue para que, finalmente, la mochila estuviera
llena de folletos publicitarios y no supusiera riesgo alguno. Algunas webs
hablaron de alarma en el corazón financiero de Madrid, lo que elevó de golpe el
estatus de mi trabajo (que no es nada del otro mundo) y todo quedose en nada.
Es normal, en medio de la
histeria que vivimos, que cualquier sospecha pueda desatar la alarma. El riesgo
de atentado, que siempre está presente, se dispara tras ver como nuevamente los
islamistas han actuado de manera cruel, certera y despiadada. Nos quedan por
vivir a lo largo de estos días cercanos muchos episodios de este tipo, donde
todo objeto que parezca abandonado, puesto en medio de la calle, el andén del
metro o cualquier otra parte nos haga levantar sospechas y recelos. Reitero que
es normal, pero pese a ello no debemos dejar llevarnos por esta histeria.
Hacerlo sería como dar a los terroristas una de las victorias que buscan. Si se
llama terrorismo es, entre otras cosas, porque desean que ese terror que
siembran cale en la sociedad y la condicione. Dejar que los nervios nos dominen
es absurdo, y por mucho que nos cueste, debemos ir contra ello. El riesgo de un
atentado en Madrid ayer, y hoy, es el mismo que había el jueves pasado. Alto.
Si el jueves nadie pensaba en ello, ¿por qué ahora todo el mundo no deja de
pensarlo? Porque, obviamente, ha visto como esa amenaza se ha encarnado en
París, y piensa que podía ser en su barrio, en su oficina. A este sentimiento
natural de indefensión sólo se le puede combatir con arrojo y gallardía
personal (vamos, echarle huevos dicho en castizo) y saber que la probabilidad
de morir en un atentado es muy escasa, y tener en mente que hay cientos, miles
de profesionales que trabajan sin descanso para evitar que se produzca un
suceso así. En cierto modo es algo similar a lo que pasa con el miedo a volar,
que resurge tras cada accidente aéreo (últimamente ya no hay accidentes, son
todo atentados) y luego se vuelve a atenuar. Y cuando subimos a un avión sabemos
que es el medio de transporte más seguro sobre todo porque otras miles de
personas trabajan para que así sea, tanto a las que vemos operar en cabina,
tierra y torre como a muchas otras que están ahí pero no las percibimos. Su
trabajo es nuestra seguridad en el cielo. Y esto pasa lo mismo en el caso de
atentado. Los “malos” van a seguir buscando hacernos daño, y seguramente
volverán a conseguirlo nuevamente, no se cuándo ni dónde, pero estoy convencido
que para cuando lo logren serán decenas las intentonas frustradas por la
policía y servicios de seguridad de medio mundo, que les siguen los pasos. No
existe la seguridad plena, ni en el terrorismo ni en los aviones ni en el coche
ni en ninguna parte, pero debemos saber que, más allá de todas las fuerzas del
orden que veamos moverse por nuestras calles y lugares de reunión, son muchos
más los profesionales a los que no vemos que realizan la labor oscura, precisa,
y fundamental, para evitar el próximo atentado. Es una lucha soterrada,
secreta, invisible a nuestros ojos, entre quienes nos protegen y los que
quieren matarnos. Y de esa lucha surge nuestra confianza.
Como el hecho de que llueva o haga sol, el
terrorismo islamista es indiferente a la conducta personal. No hay actitudes “de
riesgo” que nos permitan individualmente estar más o menos seguros, porque el
golpe efectivo pude darse en cualquier momento o lugar. Por eso lo mejor es
mantener la vida que llevamos habitualmente, no realizar restricciones vitales
pensando en que así podremos evitar el atentado, porque son una mera ilusión, y
afrontar la vida con ganas, esperanza y espíritu de lucha y supervivencia. Mostrar
a los seres queridos que lo son para nosotros cuando y cuanto podamos, y saber
que, aunque nos hagan llorar, mucho, más, acabaremos derrotándolos.
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