El Viernes por la noche, a eso de
las 22:00, subí al metro desde el centro de Madrid rumbo a casa, cansado tras
una jornada laboral compleja y una tarde de acto cultural y recado obligado. Iba
leyendo “Underground” de Haruki Murakamy, uno de los autores japoneses más
famosos. En este caso su obra no es una novela, sino un ensayo centrado en los
atentados que la secta Aun Shinrikyo cometió en dichas instalaciones en 1995,
mediante la dispersión de gas sarín. Murieron 27 personas y cientos más
resultaron heridas, de mayor o menor consideración, y muchas con secuelas que
les resultaron definitivas para el resto de sus vidas.
Fueron varias las estaciones
atacadas con gas, y el libro estructura sus capítulos en función de ellas, y en
cada uno se ofrece un recopilatorio de las entrevistas realizadas por el autor
a las víctimas que resultaron heridas en esas estaciones. El escritor ha
redactado el resultado de varias horas de conversación grabada con cada víctima,
pero el texto transmite la inmediatez, frescura y voz de cada una de ellas. Hay
de todo, como uno pudiera imaginarse. Personas de edad avanzada y estudiantes muy
jóvenes, profesionales de alto rango y desempleados, gente con creencias
religiosas, algunas de ellas incluso colindantes con las que difundía la secta
autora del atentado, y otras a las que la trascendencia no les importaba. Sus
testimonios, partiendo de puntos tan diversos, convergen en un mismo lugar y momento,
el del atentado, y salvo escasas excepciones, a partir de entonces serán otras personas.
El grado de lesiones que se muestra es diverso, desde personas que reaccionaron
poco al gas y sobre todo sufrieron daños psicológicos derivados de lo que
vieron hasta personas que, años después del atentado (el libro se escribe en
1999, cuatro años después) aún siguen con intensas secuelas que les dificultan
notablemente la vida corriente, necesitando rehabilitaciones, asistencias o incluso
personal de ayuda al haber quedado en una situación de semi invalidez. Predomina
el discurso comprensivo entre todas ellas, comprensivo respecto a su situación y
al futuro que afrontan, no desde luego a lo que sucedió ese día. El terror, el
miedo, el no saber a qué se enfrentaban, las carreras por pasillos y andenes,
los mareos, vómitos y desmayos. Chillidos y nervios desatados. Varios son los
testimonios que relatan cómo ver personas que parecen estar muertas, desplomadas
en los andenes con el cuerpo retorcido y una tez blanquecina. La experiencia
turba a casi todos, los supera. Reaccionan de maneras muy diversas, pero en
general de formas que no hubieran imaginado con anterioridad, porque es imposible,
como cuentan, ponerse en la piel de alguien que ha vivido algo semejante. Ante las
preguntas sobre la opinión que les merecen los autores del atentado, las víctimas
muestran tanto sentimientos de odio hacia ellos como de tristeza y, sobre todo,
incomprensión. En Japón existe la pena de muerte, pero son pocos la que la
reclaman para los autores. La mayoría desean que no salgan de la cárcel, pero
coinciden en que cualquier condena que se les imponga será menor que el
sufrimiento y daño que les han causado a ellos y, como no, a los familiares de
los que fallecieron por causa de sus actos. Eso es irreparable y no hay nada
que la justicia humana pueda hacer para corregirlo. Ese sentimiento de impotencia
es muy abundante y repetido, y deja al escritor, que introduce reflexiones
propias al inicio y al final de cada testimonio, sin saber ni que decir ni que
hacer, a sabiendas de que todo será en vano.
Salí del metro, habiendo terminado el libro en
la parada anterior a la mía, y llegué a casa a eso de las 22:40 más o menos. Puse
el 24 horas de TVE, como casi siempre, y me encontré a los tertulianos del
Viernes de “La noche en 24 horas” que estaban comentando unas noticias que
llegaban de París sobre explosiones y tiroteos, muy confusas en principio, y que
hablaban de un par de muertos. Con el paso de los minutos la confusión,
creciente, se iba solapando con el horror, y empecé a darme cuenta de que, como
en Tokyo, cientos
de víctimas podían estar naciendo en París, y sus testimonios nos llegarían en
breve. Y el daño empezó a crecer en mi.
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