Ayer por la noche,
muchos volvimos a vivir la magia del cine. Una magia basada en una historia
bien contada, en unos efectos espectaculares, en un relato entretenido, con
chispa, con gracia, con intriga, con momentos emotivos, trágicos. Una magia
basada en unos personajes que, hace ya mucho tiempo, desde una galaxia muy
lejana, dejaron de ser encarnaciones de actores, nombres y referencias, para
convertirse en mitos modernos. Ayer la Fuerza, ese concepto etéreo y místico
que surgió a finales de los setenta, se desbordó, otra vez, en una sala de
cine.
Es muy difícil hablar
del Episodio VII de Star Wars sin desvelar algo de lo que pasa a lo largo de su
metraje, pero no tenga miedo, amigo lector, porque no voy a cometer semejante
sacrilegio. Sólo quiero reiterar el hecho de que, por esta vez, esa inmensa
campaña de promoción, marketing y negocio relacionada con la franquicia de las Galaxias
está apoyada en una excelente película de aventuras que, en continuo homenaje a
sus viejas hermanas IV, V y VI, y orillando las técnicas virtuosas pero
efectistas de las, simplemente correctas, películas de la primera trilogía,
logra que el público se vuelva a reenganchar a una historia compleja, de buenos
y malos, de familias enfrentadas, de sagas que se suceden a lo largo de las
décadas en una galaxia por la que no pasa la innovación pero sí la lucha,
esperanza y deseo de venganza y redención. Un guión fresco, que contiene la
trama necesaria, los giros debidos, y las sorpresas, buenas y malas, que le
otorgan credibilidad. Un plantel de actores, veteranos y noveles, que hacen un
trabajo muy correcto, especialmente Harrison Ford, que encandilará a todas,
todas, todas, y la protagonista femenina, Daisy Riley, que da a su personaje Ray la
credibilidad y complejidad necesaria. Un villano correcto, que en línea con las
últimas tendencias, se muestran en ocasiones débil, dudoso, poliédrico, que
aspira a seguir los pasos de Darth Vader pero que, en ningún caso, ni en el
personaje figurado ni en el guión, trata de suplantarlo. Un droide, BB-8, lleno
de gracia y personalidad, digno heredero de R2 D2, y unos efectos y presupuesto
apabullante, que se distingue en todo momento, pero que se encuentra al pleno
servicio de la historia, que no abusa de la realidad virtual y hace que, en
todo momento, estemos más pendientes de lo que les pasa a los personajes que
del diseño de vestuarios, interiores y demás parafernalia. Una película adulta,
con escenas de acción en donde no se abusa de la violencia gratuita, pero que
en ningún momento se rehúye de la misma, que es dosificada con tino y que, en
las batallas decisivas, se muestra con toda la crudeza y seriedad necesaria.
Unas escenas y caracteres que nos devuelven al pasado mítico de la saga y que
logran emocionar a los espectadores que, en muchos casos, han visto, hemos
visto, las películas viejas y nuevas tantas y tantas veces como para
sabérnoslas casi de memoria…. Y una música, una atronadora, incesante, gloriosa
música de un John Williams que está en los cielos de esa galaxia mítica, que
logra dar cuerpo a cada escena de una manera precisa, certera, completamente
ajustada. Sus dos horas, o más, de música, son monumentales y logran cuadrar el
círculo que aúna ilusión, añoranza, modernidad y espectáculo en grado sumo.
JJ
Abrams, el director, no tenía en sus manos un proyecto, no. Se hizo cargo de un
mito moderno, de una responsabilidad inmensa de cara a los seguidores y al
pasado de una saga que trasciende más allá del cine. Y su trabajo lo encumbrara
a lomos de legiones de fieles que han visto colmadas sus expectativas, sí, pero
también y, sobre todo, por los que siguen acercándose al cine en busca de
entretenimiento de calidad, disfrute adulto, aventuras con las que pasar un buen
rato, divertirse y salir feliz y satisfecho. Abrams, en tiempos de infantilismo
digital, ha triunfado. Ha logrado despertar la Fuerza que se creía perdida.
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