martes, diciembre 01, 2015

Yo también fui a la EGB (para mis compañeros de quinto y maestra)

Está de moda la EGB. Circulan mails con presentaciones en las que se ensalzan los cachivaches que llevábamos entonces a clase, se editan libros, se producen musicales, existe un orgullo desmedido por aquella época escolar, quizás porque realmente la ESO que vino después es tan mala como se dice, o porque las generaciones que estudiamos en ese formato educativo hemos llegado a la edad en la que nos hacemos con las riendas del país, sus empresas y su economía (yo no, pero alguno habrá que sí) o porque se da, como siempre, una visión idealizada de un pasado, lo fuera realmente o no.

Yo, como muchos otros, hice la EGB, y una de las señas distintivas de aquellos años de estudio es la cena que, cada último sábado de noviembre, se organiza en mi pueblo por parte de los que estuvimos juntos en clase en quinto de EGB. ¿Por qué quinto? Quinto era un año distintivo. Era el último en el que la profesora que había comenzado nuestra educación, y acompañado a lo largo de tantos cursos, nos dejaba. A partir de sexto cada materia la impartía un profesor en exclusiva, cada maestro era “él de” matemáticas, lengua, inglés o lo que fuese, pero hasta quinto el maestro, maestra en nuestro caso, era uno. Esa palabra lo englobaba todo, todo lo bueno y todo lo malo, ella lo sabía todo, era para nosotros como una madre comunitaria que respondía a nuestras preguntas y nos acompañaba. De ahí el intenso vínculo que la clase generaba entorno a su maestra. Quiso la casualidad que esa mujer fuera también de nuestro pueblo, por lo que a los lazos educativos se le unieron los de amistad y conocimiento que, con los años, se han mantenido. De hecho es ella, junto a uno de los compañeros de clase, la que organiza cada año la cita, la que reserva el local, mesa y mantel, y en torno a la que nos acabamos juntando todos. En esta ocasión hemos sido bastante más de la veintena los congregados a una reunión ciertamente curiosa. Muchos de ellos, aún residentes en el pueblo o localidades cercanas, suelen verse con una cierta frecuencia. Otros, los menos, que vivimos más lejos, les vemos a trozos, por así decirlo. A veces te cruzas con alguno, saludas y charlas un poco, pero es más esporádico. Sin embargo resulta curioso, y hasta cierto punto entrañable, comprobar que el paso de los años (ya no tenemos diez u once) no hace mella ni en el aspecto que uno recuerda de los demás ni en muchos patrones de conducta que, desde entonces, se mantienen estables. Los que éramos charlatanes lo seguimos siendo, las personas tímidas permanecen con el pudor asociado y, a la hora de relatar anécdotas de aquellos años, que a mi me las tienen que contar porque mi memoria es desastrosa, me asombra pensar que muchas de ellas fueron protagonizadas por niños que, hoy en día, se hubieran comportado probablemente de una manera muy similar, incluso siendo exactamente los mismos los protagonistas. En mi caso puedo jurarles que sí, con el paso de los años creo que no he cambiado para nada en ciertos rasgos de mi persona que ya hace unas décadas eran muy marcados, para bien y para mal, y que hoy siguen conmigo. En esas anécdotas, añoranzas, y charlas de café dominaba en todo momento un magnífico ambiente, y aunque la vida de cada uno ha transcurrido por unos derroteros muy distintos, con suerte dispar, como es lógico, creo que todos conservamos un agradable recuerdo de aquellos años, y que el reencuentro fue, para todos, un momento agradable en el que compartir, desde los ojos y rostro de la madurez, la risa, el miedo y al emoción de una época en la que todo estaba aún por descubrir, en la que el mundo era tan joven para nosotros como nosotros mismos para él. Ahora, con algo más de cuarenta años, el reto es mantener esas ganas de conquistar una vida que ya no es joven, pero que siempre se renueva, aunque no nos lo parezca.

Cuando conté en mi trabajo que iba a la cena de quinto de EGB hubo caras de sorpresa. Ha querido la casualidad de que en mi oficina haya personas mayores que yo y otras algo más jóvenes, pero apenas representantes de mi quinta, en la que navego casi en solitario. Lo veían como algo exótico, más propio quizás de los pueblos que de una ciudad en la que el resto de los compañeros de clase se pierde, por causas vitales, con mucha mayor facilidad. Hoy cuando me pregunten por la experiencia, podré contarles alguna batallita a los jóvenes y cuentos de niños a los mayores, pero creo que todos acabarán con una cierta sensación de envidia, no tanto por lo bien que lo pasamos como por la oportunidad de poder reencontrarse con viejos amigos. Lo valioso que es eso.

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