Está de moda la EGB. Circulan
mails con presentaciones en las que se ensalzan los cachivaches que llevábamos
entonces a clase, se editan libros, se producen musicales, existe un orgullo
desmedido por aquella época escolar, quizás porque realmente la ESO que vino
después es tan mala como se dice, o porque las generaciones que estudiamos en
ese formato educativo hemos llegado a la edad en la que nos hacemos con las
riendas del país, sus empresas y su economía (yo no, pero alguno habrá que sí)
o porque se da, como siempre, una visión idealizada de un pasado, lo fuera
realmente o no.
Yo, como muchos otros, hice la
EGB, y una de las señas distintivas de aquellos años de estudio es la cena que,
cada último sábado de noviembre, se organiza en mi pueblo por parte de los que
estuvimos juntos en clase en quinto de EGB. ¿Por qué quinto? Quinto era un año
distintivo. Era el último en el que la profesora que había comenzado nuestra
educación, y acompañado a lo largo de tantos cursos, nos dejaba. A partir de
sexto cada materia la impartía un profesor en exclusiva, cada maestro era “él
de” matemáticas, lengua, inglés o lo que fuese, pero hasta quinto el maestro,
maestra en nuestro caso, era uno. Esa palabra lo englobaba todo, todo lo bueno
y todo lo malo, ella lo sabía todo, era para nosotros como una madre
comunitaria que respondía a nuestras preguntas y nos acompañaba. De ahí el
intenso vínculo que la clase generaba entorno a su maestra. Quiso la casualidad
que esa mujer fuera también de nuestro pueblo, por lo que a los lazos
educativos se le unieron los de amistad y conocimiento que, con los años, se
han mantenido. De hecho es ella, junto a uno de los compañeros de clase, la que
organiza cada año la cita, la que reserva el local, mesa y mantel, y en torno a
la que nos acabamos juntando todos. En esta ocasión hemos sido bastante más de
la veintena los congregados a una reunión ciertamente curiosa. Muchos de ellos,
aún residentes en el pueblo o localidades cercanas, suelen verse con una cierta
frecuencia. Otros, los menos, que vivimos más lejos, les vemos a trozos, por
así decirlo. A veces te cruzas con alguno, saludas y charlas un poco, pero es
más esporádico. Sin embargo resulta curioso, y hasta cierto punto entrañable,
comprobar que el paso de los años (ya no tenemos diez u once) no hace mella ni
en el aspecto que uno recuerda de los demás ni en muchos patrones de conducta
que, desde entonces, se mantienen estables. Los que éramos charlatanes lo
seguimos siendo, las personas tímidas permanecen con el pudor asociado y, a la
hora de relatar anécdotas de aquellos años, que a mi me las tienen que contar
porque mi memoria es desastrosa, me asombra pensar que muchas de ellas fueron
protagonizadas por niños que, hoy en día, se hubieran comportado probablemente
de una manera muy similar, incluso siendo exactamente los mismos los
protagonistas. En mi caso puedo jurarles que sí, con el paso de los años creo
que no he cambiado para nada en ciertos rasgos de mi persona que ya hace unas décadas
eran muy marcados, para bien y para mal, y que hoy siguen conmigo. En esas anécdotas, añoranzas, y charlas de café dominaba en todo momento un magnífico ambiente, y aunque
la vida de cada uno ha transcurrido por unos derroteros muy distintos, con
suerte dispar, como es lógico, creo que todos conservamos un agradable recuerdo
de aquellos años, y que el reencuentro fue, para todos, un momento agradable en
el que compartir, desde los ojos y rostro de la madurez, la risa, el miedo y al
emoción de una época en la que todo estaba aún por descubrir, en la que el
mundo era tan joven para nosotros como nosotros mismos para él. Ahora, con algo
más de cuarenta años, el reto es mantener esas ganas de conquistar una vida que
ya no es joven, pero que siempre se renueva, aunque no nos lo parezca.
Cuando conté en mi trabajo que iba a la cena de
quinto de EGB hubo caras de sorpresa. Ha querido la casualidad de que en mi
oficina haya personas mayores que yo y otras algo más jóvenes, pero apenas
representantes de mi quinta, en la que navego casi en solitario. Lo veían como
algo exótico, más propio quizás de los pueblos que de una ciudad en la que el
resto de los compañeros de clase se pierde, por causas vitales, con mucha mayor
facilidad. Hoy cuando me pregunten por la experiencia, podré contarles alguna
batallita a los jóvenes y cuentos de niños a los mayores, pero creo que todos
acabarán con una cierta sensación de envidia, no tanto por lo bien que lo
pasamos como por la oportunidad de poder reencontrarse con viejos amigos. Lo
valioso que es eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario