17 años. En la imagen se le ve
serio, quieto, expectante, pensando su próximo movimiento, aunque no sea pensar
precisamente lo que sucede en el interior de su cabeza. De complexión ancha, se
mantiene pegado a quien va a ser su víctima, sin separarse de él pero sin hacer
movimiento extraño alguno. De
repente, coge un impulso feroz, rota su cuerpo de manera perfectamente
coordinada y con el puño del brazo izquierdo, el situado más lejos de su víctima,
lanza un directo contra la cabeza de la misma que impacta plenamente en su
objetivo, despojando de las gafas al agredido, haciendo que se tambalee y dejándolo
medio grogui. Con sólo 17 años.
A la salida del local donde, de
manera improvisada, las fuerzas de seguridad han reducido al atacante, un grupo
de simpatizantes y amigos lo jalean, aplauden y vitorean mientras el agresor,
orgulloso, es introducido en el coche que lo va a llevar a comisaría no sin
antes levantar los pulgares en un signo de alegría y orgullo por la acción
realizada, porque haya llegado a buen término. Esa escena, la del atacante
orgulloso y la de los que lo jalean, es la más grave de las que pudimos ver
ayer, la del exhibicionismo de la violencia y el apoyo de la misma. Ese chaval
sabía lo que iba a hacer, y tenía el apoyo de muchos. Sabía que atentar contra
una autoridad es hacerlo contra la institución, que pegar a un político es
pegar a sus votantes, que herir a un representante público es herir a una democracia
que es la que ha determinado que ese representante lo sea. Toda violencia política
busca torcer el resultado de unas urnas, a las que considera débiles, huecas y
vacías. Cuando esa violencia política se ejerce trata, sobre todo, de
amedrentar a la ciudadanía, de coartar la libertad del votante. En la figura
del agredido el violento golpea, pega, dispara, mata, apalea, veja, a todos a
quienes le votaron en un momento, o pudieron hacerlo, o lo harán en el futuro. Es
el lenguaje del matonismo, del fascismo, frente al de los votos. Durante muchas
décadas es lo que día a día hemos vivido en el País Vasco, donde una banda de
matones a suelto jaleados por un grupo de la sociedad trataba de amedrentar a
todos los que no compartían su xenófoba, fascistoide y racista visión de la
sociedad. Hubo momentos en los que ese amedrentamiento fue total, logró excluir
a gran parte de la sociedad de la política, por el miedo, por el terror, por la
efectividad de una violencia a la que nada ni nadie ponía freno ni castigo. Hoy
en día, pasados los años oscuros, ese recuerdo debe permanecer siempre en la
memoria, no sólo para homenajear a las víctimas, que también, sino para
recordar que la democracia se defiende siempre frente a los violentos que,
vestidos de los pelajes e ideologías que en cada momento mejor les venga,
tratan de coartarla. Corresponde a los demócratas defendernos de actos que,
como los de ayer, provienen de un mismo fanatismo, encauzado mediante visiones
religiosas, políticas o de cualquier otro tipo, que alcanzará el máximo grado
de violencia a la que pueda acceder, pero que siempre tendrá una idea en mente.
La de la dominación de los demás, la destrucción de la libertad y la ley que
otorga derechos a todos, la opresión de la mayoría diversa y plural por parte
de una minoría homogénea, única, cerrada y cerril, que no admite otra visión
del mundo que no sea la suya. La de la implantación de una dictadura que oprima a
todos. Ese es el único objetivo de los violentos y totalitarios.
Ayer la cara de Mariano Rajoy encarnó la de
todos nosotros. En su rostro todos fuimos golpeados, sus gafas caídas eran la
metáfora de nuestros derechos, golpeados y maltrechos, arrancados de su lugar
por el puño violento de un fanático. Nada justifica la violencia contra un
cargo político. Nada. Nunca. Y hay que repetirlo una y otra vez para que el virus
del fanatismo, que siempre, siempre está ahí, no logre arraigar. La democracia
vencerá a sus enemigos, pero para ello los demócratas debemos tener siempre claro
lo que nos separa de ellos. La ley y el respeto a las ideas. Las nuevas gafas
de Rajoy serán la imagen de esa defensa, de esa democracia que, golpeada, sigue
y se levanta frente a los violentos.
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