Siguen sin estar nada claros los detalles sobre cómo fue asesinado, hace no muchos días, el científico iraní Mohsen Fakhrizadeh, el de nombre imposible de escribir si no se copia. La participación de servicios secretos, especialmente israelíes, es algo que todo el mundo da por supuesto en el atentado, pero como suele suceder en estos casos, no hay pruebas claras ni tarjetas de visita que dejen evidencias. Sin embargo, algunas de las noticias que han salido estos días dan un toque muy futurista al atentado en sí y a lo que pasó en esa carretera por la que viajaba el coche del científico, que fue tiroteado desde otro vehículo apostado en la zona. Era sabido que en el coche atacante no viajaba nadie.
La información que ha hecho circular el régimen de Teherán, tras analizar la escena del crimen y los medios utilizados para ello, es sombrosa. Según esas fuentes oficiales, el científico murió asesinado por una ametralladora conectada a un dispositivo de inteligencia artificial, IA, dotado de un sistema de reconocimiento de rostros, controlado todo ello desde un satélite. La cosa sería más o menos así. Los que planificaron el atentado conocían la ruta que, o bien de manera regular, o en concreto ese día, iba a realizar el científico, y apostaron un coche en el arcén de la carretera para esperarle. El arma homicida sería una ametralladora de gran calibre, ante la que poco puede hacer un coche sin mucho blindaje y nada un cuerpo humano, y el sistema de IA se encargaría de “ver” los rostros de las personas que circulaban por la carretera, determinando si encajaban o no con el buscado. En el momento en el que el algoritmo detectó la faz del objetivo puso en marcha el dispositivo, que en este caso no era precisamente una impresora, y el atentado tuvo lugar. Las fuentes iraníes hablan de una precisión extrema en los disparos que dieron con el objetivo deseado y que no impactaron en otros viajantes del vehículo. No fue, por lo que afirman, un ataque indiscriminado con una ráfaga salvaje, o un disparo descontrolado desde un puesto de observación, sino unos disparos de una exactitud tan elevada como asombrosa, dado que se trataba de un blanco en movimiento. Según los iraníes sólo se puede producir algo así por parte de un sistema automatizado, una máquina dotada de controles y sensores tan sensibles que sean capaces de acertar en su blanco de forma exacta, sin duda alguna. De las trece balas que fueron disparadas cuatro impactaron en la cabeza del científico, y ninguna en el cuerpo de su mujer, que lo acompañaba. ¿Es esta historia creíble? Algunos de los expertos a los que he leído consideran que roza lo imaginable, pero que la tecnología actual permite, en teoría, poder hacer algo así, y desde luego ejecutarlo si se dedica a ello y se le despoja de todo tipo de control ético, vamos a llamarlo así, para permitir que estas armas automatizadas puedan ejecutar sus acciones. El desarrollo de las aplicaciones de IA enfocadas, en el caso concreto, al reconocimiento de imágenes y rostros existen y funcionan, y es sabido que muchas empresas las utilizan, y no digamos gobiernos a la hora de detectar enemigos hostiles. El famoso sistema de crédito social chino las utiliza para grabar en las calles y determinar quiénes van por ellas en cada momento y así ponerles puntos positivos si saludan con reverencias marciales o penalizaciones si, digamos, escupen al suelo o ponen zancadillas a las viejecitas en los pasos de cebra. El trasladar tecnologías de este tipo al desarrollo de armas autónomas no exige tanto un salto tecnológico como de concepto y de, sobre todo, la referida ética, porque pone la muerte en manos de algoritmos a los que, si no se les requiere una confirmación, serán imposibles de detener. Esto, que es un enorme problema, no lo es tanto para países dictatoriales, pongamos China como ejemplo, o estructuras como las de espionaje internacional, en las que la eliminación de objetivos es algo que se decide y lo que varía es la forma de llevarlos a cabo. Que lo haga un elemento de IA o un agente sobre el terreno es lo de menos si la operación se lleva adelante.
John Le Carré, el gran escritor británico, ya no verá resuelto el misterio de lo que pasó hace días en Irán. Perteneció al servicio secreto británico y escribió varias y excelentes novelas sobre el mundo del espionaje, centradas en la guerra fría, pero no sólo, en las que el boato y glamour del estilo Bond da paso a la frialdad, la miseria y la mezquindad de personas humanas obligadas a desempeñar trabajos sucios en pos de una jefatura burocrática que no está claro qué intereses defiende. Geoge Smiley y el Oxford Circus son creaciones brillantes de una mente que vio el reverso oscuro del poder, y de cómo es capaz de usar todos los medios a su alcance para mantenerse en él. Por qué no, también la IA. Descanse en paz el maestro le Carré
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