En la época del confinamiento me acordaba mucho de los amigos que son padres, y tenían que vivir los días de encierro con sus hijos en casa. A todo el caos derivado del trabajo a distancia y los problemas que genera se unía el tener que hacer de padres y madres a jornada completa sin descanso, en un esfuerzo extenuante que se repetía día tras día rememorando la condena de Sísifo. Les comentaba, no sin exagerar, que un día de encierro de ellos equivalía, en sufrimientos, aun mes mío. No me gustan los niños, y la posibilidad de tener que quedarme encerrado con ellos me produce escalofríos. Supongo que cada vez que se lo decía pensarían, en su fuero interno, lo imbécil que soy, pero es así como lo siento. Mi admiración hacia ellos es plena.
En medio de ese desastre total ha habido parejas que se han animado a tener hijos, y a complicarse la vida de esa manera tan absoluta. Salió ayer en el telediario de TVE una pieza sobre embarazos y partos en tiempos de coronavirus, y todo lo que se describía era un homenaje al valor y sacrificio de parejas que, en medio de lo más oscuro de los tiempos recientes, habían decidido ir adelante con su proyecto de familia. Los partos que se están produciendo en estos días son de niños concebidos al inicio del primer estado de alarma, en las semanas duras de encierro y de muertes desatadas. Cuando la mayoría aún estábamos en estado de shock, incapaces muchos de asumir lo que pasaba, menos de entenderlo, esas parejas tenían un plan de vida que, supongo, desde hacía meses contemplaba el tener hijos. ¿Cuántas parejas cambiaron de idea cuando empezó el encierro? ¿Cuántas sintieron miedo ante el futuro y la angustia les pudo? Imposible saberlo con certeza, pero seguro que fueron varias las que cancelaron sus ideas de familia, de crear una nueva o de ampliar la existente, en medio del vendaval. Otras no. Convencidas de lo que hacían, asumiendo riesgos, y teniendo presente que ser padres es algo para lo que no hay guía alguna se pusieron el mundo por montera y se lanzaron. El primer momento, o noche, es alegre, a partir de ahí todo se complica. El seguimiento del embarazo por parte de los centros de salud ha cambiado radicalmente, como el resto de las prácticas sanitarias, y ha sido el teléfono el acompañante de las embarazadas en estos meses de gestación, teléfono que, por infinito cariño que ponga el profesional que se encuentra al otro lado, no puede suplir el contacto físico y la compañía que necesita una madre a medida que su cuerpo cambia y una nueva vida nace en él. Todos los pacientes se han sentido desatendidos desde que empezó este desastre, sea cual sea su patología. En el caso de las embarazadas, acostumbradas a ver estos meses como un hecho social en el que familia y amigos les colman de atenciones, su experiencia habrá sido radicalmente distinta a la que han vivido, sin ir más lejos, las amigas que hayan tenido niños hasta los mismos inicios de este año. La complicidad de la pareja ha debido de ser básica, a veces el único soporte al que se han podido asir cuando se vivían noches de vómitos, de mareos, de buen estado físico pero de nervios y tensión al ver la actualidad y comprobar cómo la sociedad estable y segura en la que nos desenvolvíamos se deshilachaba a golpe de positivo y fallecido. Quiero pensar que ninguna se ha arrepentido, a lo largo de los meses en los que su barriga crecía, de lo que había hecho, pero no descarto que a alguna pareja le haya surgido la sombra del arrepentimiento a medida que la crisis sanitaria se perpetuaba y cronificaba. ¿Cómo afrontar estos meses con esa incertidumbre? No soy capaz de imaginarlo. A veces me ahogo en vasos de agua con poco contenido, no quiero ni pensar en cómo afrontar escenarios como estos, en los que la responsabilidad de ser adultos, que es estrictamente necesaria cuando uno se hace padre, resulta tan imprescindible como una roca a la que asirse en medio del temporal.
Dar a luz en pandemia es, como se mencionaba en la pieza de ayer, un acto mucho más solitario y frío de lo que lo era hasta hace apenas meses. Antaño un trámite, ahora es una práctica de riesgo en la que s la pareja y nadie más la que allí se encuentra, en la que el lloro del recién nacido no es contemplado por nadie aparte de sus futuros padres y el personal sanitario que le ha traído a la vida. Pasillos vacíos, ausencia de abrazos, visitas, carreras, acompañamiento. Los niños nacidos en la pandemia no recordarán nunca lo que es esto, sus padres nunca podrán olvidar lo extraño que fue su embarazo y llega al mundo, y cuando las cosas vuelvan a ser normales, ¿Quién les devolverá la alegría de ver, pongamos, ¿cómo los abuelos cogen por primera vez al recién nacido en el paritorio? Héroes en forma de padre y madre son.
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