El viernes por la tarde quedó feo, tristón, con una lluvia suave y mansa que caía en medio del frío, y una oscuridad que no se iba, por lo que me quedé en casa leyendo, que es una de las cosas que más me gusta hacer. El sábado levantó y por la tarde me fui a dar un paseo al centro, a ver librerías, que me encanta, y a palpar el ambiente previo a la Navidad, contemplar las primeras luces y ver si había gente absorbida por las compras en el final del viernes negro, que en España se convierte en varias semanas de ofertas llenas de grandes carteles y bajadas de precio no tan elocuentes. Esperaba ver gente, no aglomeraciones.
Lo que vi fue una Gran Vía rara en lo estético, con masas de enmascarillados. En esa frase el término masa es el importante, porque las aceras estaban repletas de muchedumbres que iban y venían con compras, bolsas e intenciones. Las colas en las tiendas de ropa eran intensas, enormes en algunos casos como en esa cadena irlandesa tan barata que tanto vende. En las librerías había gente, sí, no poca, pero no una marabunta. Más, en todo caso, de lo que hubiera esperado, pero en la calle la escena me sorprendía. Si uno esperaba cierto comedimiento a la hora de salir a la calle se encontraba con todo lo contrario, con una especie de orden ejecutada de salir a tomarlo todo por asalto, como si no hubiera un mañana. Los locales de la calle que no son de moda estaban mediovacíos, y cada vez que uno pasaba por la puerta de un hotel se encontraba persianas bajadas y cristales ocultos por mamparas, pero esos eran los principales signos de una situación anómala, dando por sentado que ya es natural ver a todo el mundo con mascarilla. En la plaza de Callao se juntaba tanta gente como si fuera una tarde de sábado normal del inicio de las compras navideñas, y la cola de establecimientos como la chocolatería que está en Postigo de San Martín se extendía hasta el mismo inicio de la plaza. ¿A quién no le apetecía un chocolate caliente con el frío que hacía? O mejor, ¿por qué hay decenas de tiendas de ropa que venden lo mismo unas que otras y tan pocas chocolaterías? Lo cierto es que las tiendas estaban facturando, y por lo que veía desde fuera, no entré a ninguna, el interior estaba lleno de gente, en una situación que, vista desde fuera, hacía pensar que esto del control de aforo y las distancias era algo más que superado. En el camino de Callao a Sol me encontré, otra vez, con la surrealista imagen de ver como las calles peatonales se convierten, en estos tiempos navideños, en zonas controladas, con sentidos únicos bien de subida o de bajada, regulados por la policía municipal. Medidas que son criticadas cuando las ejerce el ayuntamiento de una ideología, pero no de otra, que son vistas como estupideces desde fuera de Madrid, pero que tienen todo el sentido si, como el pasado sábado, uno ve la cantidad de gente que trataba de moverse por ese espacio. Llegar a Sol en el sentido de bajada era el espectáculo de los años anteriores, con montones de personas muy juntitas bajo las luces navideñas y frente al gran árbol que se erige en medio de la plaza, igualando, si no superando, a la altura del reloj. Cuando accedía al entorno pensaba en lo que en ese momento veía, en los mensajes oficiales de prudencia de cara a las fiestas navideñas, en la necesidad de mantener una distancia de seguridad respecto a los demás para evitar el contagio del virus, en las escenas del primer confinamiento, con la plaza desolada que se mostraba en televisión, y por contraste, la marabunta del final del año. Pensaba, para tranquilizarme, que las mascarillas que todos portábamos y el fío aire libre que nos rodeaba podían ser los mejores aliados para que el virus, en ese momento, no montase una particular cuenta atrás de Nochevieja entre nosotros, pero no podía evitar pensar en el interior de las tiendas, de los locales de la propia puerta del Sol, que se mostraban pletóricos de gente, y en que bajo techo, con la mascarilla bajada como suele ser habitual cuando allí estamos, el riesgo se dispara.
¿Incubaremos la tercera ola en estas fiestas navideñas? No es obligatorio que así sea, pero hay elevadas probabilidades de que sí, sobre todo porque volvamos a reiterar los errores de lo que sucedió en verano, cuando la despreocupación social nos hizo pensar, mensajes políticos mediante, que ya habíamos superado la pandemia. No es así. Sólo vacunados acabaremos con esta pesadilla, y en nuestro comportamiento, no en el de los incompetentes que nos desgobiernan, y sólo en él, está la clave para evitar que las fiestas se conviertan en una encerrona en la que el virus vuelva a prosperar. Las aglomeraciones en la calle no son lo más peligroso, pero como indicador, resultan muy inquietantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario