Hoy en una semana tendrá lugar el sorteo de la lotería y en nueve días la cena de Nochebuena de la más extraña Navidad de nuestras vidas. Habitualmente para los epidemiólogos estas fechas son muy complicadas. Se juntan todos los factores para que las enfermedades infecciosas, especialmente la gripe común, se expandan, y generen todo tipo de problemas en la cuesta de enero. Este año no hace falta decir a qué se le tiene miedo y qué puede suceder en caso de que se descontrolen las celebraciones. Es probable que a lo largo de esta semana veamos consolidar el descenso de los casos y un nuevo repunte, fruto del puente y de la relajación navideña. O nos cuidamos o lo pagaremos.
Y en este caso cuidarse supone, sobre todo, responsabilidad personal. Más allá de hacerse teste lo más cerca posible de las celebraciones, cosa que tiene su cierta lógica, pero que no da seguridad plena dada la forma de contagio de la enfermedad, el autoconfinamiento es la medida más segura que tenemos a nuestro alcance, el limitar nuestra vida social al mínimo, el darle un cierto toque eremita a nuestra forma de ser y convertirnos en ermitaños en nuestro día a día. Eso no implica estar encerrados todo el día en casa, pero sí evitar reuniones con desconocidos y mantener contactos sociales, especialmente en lugares cerrados en los que la probabilidad de contagio crece notablemente. Llevar esto a la práctica es más o menos fácil en función de nuestro trabajo, forma de ser y necesidades. Es evidente que, por ejemplo, el personal sanitario no puede hacer este ejercicio, porque debe seguir acudiendo todo el día a los hospitales, en los que no se puede teletrabajar con enfermos, de Covid y de otras patologías, y que luego vuelven a casa tras una jornada de trabajo más o menos frustrante, pero sin duda agotadora. ¿Cómo pueden ellos ¡garantizarse esa burbuja personal para evitar ser contagiadores? Como ellos hay muchas profesiones de cara al público y de interacción que deben darse sí o también, y el dilema es el mismo. Pensemos en el socorrido personal de las cajas de los supermercados, al que tanto se alabó con razón en primavera pero que, sospecho, vuelve a estar entre los olvidados de la vida por parte de los que acuden a comprar y no piensan más allá de su carro. Muchos de estos trabajadores tienen un gran dilema estas fiestas delante suyo, y de difícil solución. No son pocos los que han optado por autorestringirse y no acudir a los encuentros familiares, desempeñen empleos de este tipo o no. Sabiéndose que pueden ser un riesgo, o que como mínimo portan mayores probabilidades que otros que pueden estar en la misma mesa, renuncian a ella, se quedan solos en casa, y así garantizan que los que se reúnan, pocos en todo caso, minimicen riesgos. La preocupación por los suyos supera a la propia, y esto es algo que hay que remarcar mucho en estos tiempos de onanismo egoísta, de “yoísmo” extremo. Miles de personas van a pasar la Nochebuena solos en casa porque así lo han elegido, para dar seguridad a los suyos y para minimizar las oportunidades de expansión del virus. Probablemente lo que veamos en los medios sea la otra cara de la historia, la de los incumplidores, la de los irresponsables que se saltan confinamientos, restricciones y límites, que montan fiestas, que hacen lo que les da la gana y contribuyen a que la enfermedad se propague. Veremos esas imágenes, nos acordaremos de sus familias, en especial del parentesco con su madre, y moveremos la cabeza en un gesto de resignación y cabreo.
Pero a la vez, en muchos hogares, sin televisión que los muestre ni medios que les hagan caso, miles de personas, trabajadores de sectores esenciales y no, pasarán algunas de las noches más especiales del año solos, quizá en muchos casos justo en el año en el que más necesitan la compañía y aliento de los suyos tras vivir la pesadilla que han contemplado en primera línea. Ojalá los que, en principio, sí nos vamos a juntar con nuestros familiares, siempre con las medidas de seguridad en mente, tengamos un momento de recuerdo hacia esas personas que van a convertir estos días, habitualmente entregados al altar del hedonismo absoluto, en tiempo de sacrificio, por ellos, por los suyos pero, también, por nosotros. Qué poco se les reconoce su entrega
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